jueves, 12 de enero de 2012

TREINTA REGLAS MÁGICAS DEL DESEO


"Arte erótico" Escultura en el Parque de atracciones del placer.

  1. El sexo hay que llenarlo de misterio. El misterio hay que llenarlo de sexo.

  2. Donde pongas cada uno de tus sentidos, debes poner tu corazón. Pero si sólo pones tu corazón y te olvidas de los sentidos, el disfrute será incompleto.

  3. Tu placer aumenta con el incremento del placer de tu pareja, pero no disminuye con la reducción de su placer.

  4. Tienes derecho a solicitar de lo que das. Quien recibe, tiene el deber de dar lo mismo o más pero nunca menos.

  5. Al exceso, es necesario llegar de manera ponderada, pero siempre con ritmo continuo, encuentro tras encuentro, y nunca de manera decreciente.

  6. Cualquier barrera que se levante para impedir la total manifestación de los sentidos, es un espejismo ético fácilmente quebradizo por el deseo de cualquiera de los dos, o de ambos en mutuo acuerdo.

  7. Transforma las caricias no sólo en un medio, sino en fin.

  8. Cuando acaricies a tu pareja, si eres varón, debes actuar también como hembra. Y si eres hembra, debes actuar también como varón. Convoca en ti ambos sexos cuando acaricies a tu pareja.

  9. Puedes hacer el amor empleado tu cuerpo, tu energía, tus sentimientos o tus emociones. Descubre qué emplea tu pareja y correspóndele. O indúcela a emplear aquello que tú utilizas.

  10. En la relación sexual sólo hay polaridad hasta cierto punto. Cuando este se trasciende, hay unidad y esta debe ser la meta para lograr el gozo supremo.

  11. Sólo puedes alcanzar la unidad absorbiendo por completo a tu pareja o dejándote absorber por ella.

  12. Recuérdalo: cuando haces el amor es cuando más consciente estás de tu vida.

  13. Los lugares del cuerpo de tu pareja que por algún prejuicio religioso, moral o higiénico, tiendas a eludir o a olvidar durante las caricias, son los primeros a los que debes acudir y disfrutar.

  14. Dale espacio a los silencios y las palabras. No permitas que un silencio ocupe el sitio de la frase que quieres musitar a tu pareja para excitarla. Quédate en total silencio cuando es la energía mutua la que se expresa, para excitarte tú mismo.


  15. Antes de penetrar, eres el supremo dominador. 
    Antes de ser penetrada, eres la suprema dominada. Cuando estás dentro, eres el supremo dominado. Cuando lo tienes dentro, eres la suprema dominadora.

  16. Cuanto estás haciendo con la persona que lo haces, nunca lo volverás a repetirlo, por lo tanto hazlo de la mejor manera hasta el final.

  17. No hay oscuridad en la relación sexual cuando alguno de los dos pone luz a tal relación.

  18. Toda prisa es equivocada. Mientras más lento, más intenso y duradero. En la lentitud se descubren ambos. En la prisa se pierde cada uno.

  19. Sólo es admisible la salida del semen si tu pareja lo bebe.

  20. Todo fluido que salga de la mujer durante el acto sexual, debes ingerirlo con suma delectación puesto que es energía materializada.

  21. Nunca cierres los ojos en el momento en que eres penetrada, ni tú los cierres al penetrar. Pueden hacerlo cuando está consumada la penetración. La mirada mutua y sostenida cuando vas penetrando es esencial para ambos.

  22. Por tres puertas entra el hombre en la mujer. Cada una debe abrirse a su debido tiempo. Tu placer será mayor y las sensaciones diferentes, igual que para tu pareja. Cerrar alguna, es negarse la entrada de nuevos placeres e impedir que tu pareja llegue a ti completamente.

  23. Nunca combines moralidad y sexualidad, porque ninguna de las dos te funcionará: no serás moral ni sexual en la relación.

  24. La expresión amorosa de los sentidos y los cuerpos en la relación sexual donde se prescinda de la felación y el cunilingus, es incompleta y deja por fuera la estimulación de las dos principales fuentes del placer en pareja. Si tu pareja rechaza alguna de las dos, no es tu pareja ideal para la búsqueda del orgasmo tántrico.

  25. Puedes hacer el amor con intensidad sin penetrar o ser penetrada. Las caricias son el fundamento de este estilo, la imaginación y el desencadenamiento mutuo de las energías sexuales.

  26. Uno de los principales elementos de la excitación, seducción y atracción, es la prohibición y también la dificultad que tenga la pareja para encontrarse y hacer el amor. Aprovecha todo momento que se te presente y disfrútalo sin barreras de ninguna clase.

  27. La verdadera satisfacción física y emocional al hacer el amor, es proporcional al tiempo utilizado. A mayor tiempo, mejor satisfacción y mayor plenitud. A menor tiempo, menor realización física.

  28. Con el mismo placer que contemplas desnuda a tu pareja, contémplala semidesnuda y vestida.
  29. En pareja, es fundamental combinar lo activo y lo pasivo, sin que el hombre pierda su varonilidad y sin que la mujer pierda su femineidad.

  30. La expresión amorosa de los sentidos y los cuerpos en la relación sexual, no admite reglas estéticas que se interpongan en el flujo de la energía.

ANOTACIONES DE LA POLILLA





UNO

EL UNIVERSO está tejido de necesidad y de libertad. Está tejido de rigor matemático y de juegos musicales, tejido por insólitas geometrías y delicada poesía. El universo, el mundo diario en que te mueves, ese que en este instante respira a tu lado, se encuentra tejido de milagros tangibles en los multicolores ropajes de la flor y la mariposa, de los millares de insectos que vuelan a tu lado, en el tejido infinito de las ecuaciones y las caricias, en el tejido de las estrellas y los átomos. El universo está tejido de amor aunque pases a través de él y no lo veas. La ciudad no te deja ver el universo. Los hombres de la ciudad no te dejan ver al hombre. “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera “Dios”, afirmó un iluminado.
Y Dios se hizo mundo, para que el hombre lo sienta cercano, próximo en sus formas, en lo primigenio de la materia y lo inabarcable de la energía. Pero, en la ciudad, Dios se te puede perder tan fácil. Se puede desvanecer de tu estado de júbilo por culpa de tus pensamientos y de tu mente, de tu pérdida del presente como en esa breve historia del hombre que se citó con una mujer de la cual se había enamorado. En plena cena, bajo la luz de las velas y acompañados por la música, el enamorado le preguntó a su acompañante: “¿Cuándo volveré a verte?” Un hermoso momento perdido por una idea inoportuna, por la ansiedad del futuro.

DOS

El hermoso tejido del mundo y de la existencia, del cual eres una puntada, sólo puede verse y sentirse cuando hayas aprendido el arte del silencio. La ciudad, antes que el monasterio o la ermita, es el lugar privilegiado, entre el ruido, para alcanzar ese silencio. Mediante el silencio desarrollas la cualidad de la presencia, tu capacidad de estar aquí y ahora. Ese silencio, fruto de ciudad, silencio de palabras y de gestos, de pensamientos y ambiciones, silencio de desapegos, requiere de una relajación profunda que, a su vez, exige dejar de lado todas las preocupaciones, sean del carácter que fueren. La mayoría estamos preocupados por nuestros deseos y temores, por nuestras insatisfacciones, por nuestros prejuicios y dogmas. Este ruido es peor que cualquier ruido de la ciudad. Es este ruido el que impide disfrutar del momento presente y entonces te pierdes la magia de lo cotidiano. La ciudad se convierte en templo. Toda calle y toda avenida es un oratorio. Todo transeúnte es un sacerdote sin saberlo, y tú asistes a los ceremoniales del día y de la vida sin afiliarte a culto alguno. El único dogma es el anonimato de quienes pasan a tu lado. Dicha magia no es nada esotérico. No necesitas dioses ni demonios para acceder a esa magia de lo cotidiano y citadino, para practicarla en todo momento de tu vida. ¡Lo que te resta de vida! ¿Eres capaz de ver la parte de vida que ya perdiste? Dicha magia es una apertura repentina, atemporal, de la mente a lo maravilloso de la existencia. Dicha magia es la sensación y la certeza de que la vida contiene mucho más de cuanto eres capaz de reconocer habitualmente. Total certeza, ahí donde estás parado, de que no tienes que confinarte en la limitada visión del mundo y de la vida que te imponen tu familia, tu sociedad, los límites de tu ciudad, tu educación, tu religión, tu moral y tu filosofía. La vida tiene muchas dimensiones, muchas profundidades, muchas texturas y significados extendiéndose más allá del reducido ámbito de tus creencias y tus conceptos.

TRES

PARA COMPRENDER, mejor aún, para sentir qué significa ese sacro silencio, esa mágica joya que cargas contigo a toda hora y se manifiesta en los ritmos de tu respiración, me agrada recordar la historia que dentro del budismo Zen conocen como Lluvia de flores. El poético relato dice: “Subhuti era discípulo de Buda. Podía comprender el poder de la vacuidad, el punto de vista de que nada existe, excepto en su relación entre lo subjetivo y lo objetivo. Un día Subhuti estaba sentado bajo un árbol, en un estado de ánimo de sublime vacuidad. 

Empezaron a caer flores a su alrededor. Estamos alabándote por tu discurso sobre la vacuidad”, le susurraron los dioses. “Pero no he hablado de la vacuidad”, dijo Subhuti. “Tú no has hablado de la vacuidad, nosotros no hemos oído de la vacuidad”, contestaron los dioses, “esa es la verdadera vacuidad”. Y las flores cayeron sobre Subhuti como lluvia.

CUATRO

NO TIENE puertas el Zen. Me sirve para entrar o salir porque ahora no vengo de ningún lugar ni voy para ningún sitio. Para recoger esta flor que cayó de su rama, no necesito abrir puertas, ni construirlas, ni derrumbarlas. Basta con tocar, asombrado y sencillo, sin ninguna filosofía, sin creencias, en la puerta de la flor que es la auténtica puerta del Zen, y seguir adelante. El paisaje no te negará hospitalidad. Si encuentras un río, báñate. Dios, el mundo y la existencia serán accesibles para ti en la flor. Sólo es posible descubrir la vida en el estado de vacío, cuando el corazón y los ojos no estén obstruidos por toda clase de apegos materiales o espirituales. Recuerdo que, en cierta ocasión, el Maestro Zen Yuen Mun utilizó la expresión: “Cada día es un buen día”, para describir el estado de iluminación. “Cada día es un buen día” no significa que ganemos la lotería, ni que todas las personas nos sonrían, ni que el clima se ajuste a nuestras exigencias emocionales. Se refiere al estado de dicha en el que uno puede aceptar la realidad cotidiana de forma total e incondicional. Todo cuanto existe en la naturaleza sin puertas, sirve para entrar o para salir. En el libro Las enseñanzas Zen de Jesús, escrito por Kenneth S. Leong (El lago Ediciones, España, 2003), en el capítulo 6 sobre El universo especular, leemos: “La iluminación no es una hazaña; es sólo ver la realidad tal como es. En realidad, el nirvana es simplemente lo que es. Lo vemos toda la vida y, sin embargo, sólo unos pocos lo alcanzan. La vida es, al mismo tiempo, lamentable y hermosa”. Camina por la ciudad siendo tu propia llave y verás cómo las puertas son horizontes. No hay muros. No hay mentira y no hay verdad. En todo rincón descubrirás el poema porque habrás descubierto al poeta dentro y fuera de ti. No tiene puertas el Zen. No tiene puertas la ciudad aunque esos millares de apartamentos cerrados te digan lo contrario. Esos millones de bocas cerradas o bostezantes te dicen lo contrario. Los muros en que te mueves, te dicen lo contrario.

CINCO

Mientras regreso a la nada, disfruto del agua que bebo, del pan que mastico y de la mujer que beso. Si me acompañan o no, estos recuerdos cuando me vaya, carece de importancia. Si queda algún recuerdo mío por algunos años, carece de importancia en este momento. Lo único real es la lluvia que está cayendo y que contemplo y amo en este momento.
Disfrutemos, agradecidos, del momento presente que nos dice, con cuanto tiene de sí mismo para nosotros: “Tal vez mañana no habrá otros semejantes para ti. Tampoco puedes contar con el ayer. Tómame al máximo que pronto habré desaparecido y tú mismo serás un espejismo dentro de lo vivido”.
Nada de cuanto contemplas hoy, te garantiza el día de mañana. Aunque creas plantar tus pies con firmeza y que mañana continuará tu camino, nada de la existencia ha firmado pacto contigo para que sigas mañana como lo hiciste hoy. ¿Hasta dónde crees que llegarán tus raíces en el mundo y en la vida? No son profundas, si consideras el hecho del tiempo que has vivido. La existencia está desarraigándote cada día, mientras más arraigado te consideras. Una leve brisa de muerte, y el sólido árbol se vendrá al suelo.

Millones de almas que te precedieron en la partida, extienden sus manos transparentes para señalarte cada cosa que desprecias en este mundo, y para prevenirte de lo que vas a dejar. Millones de almas que van a venir, y que tal vez no se encuentren con la flor que ahora menosprecias, esperan tu lugar.
Bien vale la pena disfrutar esa flor que la naturaleza te hizo en miles de años, para que la goces antes que desaparezcas y desaparezca ella. Es un encuentro milagroso que ocurre en un instante. Vendrán otras flores y otros árboles, pero tú, cuando te vayas, no tienes ninguna certeza de regresar. Y suponiendo que regresaras, ¿qué mundo vas a encontrar?
No te consideres tan imparcial y objetivo respecto a otros credos diferentes al que profesas, distintos al grupo al cual te afiliaste, por el hecho de que guardas silencio y aparente respeto frente a ellos. Estás igualmente parcializado y puedes llegar a ser tan violento e intransigente como los fundamentalistas extremos. El hecho de haberte matriculado en esa secta determinada, es una limitación, un condicionamiento, una estrecha manera de ver y juzgar la vida, una posición religiosa desde cuyos dogmas y normas se desacredita o pone en tela de juicio otros sistemas, otras vías del conocimiento. Tu porción de religión no es la Religión. Tu experiencia, no es el Conocimiento total. Navegas en un pequeño bote susceptible de hundirse con tu propio peso, con el peso de tu ego sectario, al menor indicio de tempestad.

SEIS

Sí, hay lugares donde se entra más fácil en estados extraordinarios de conciencia, de mayor lucidez, de percepción alerta frente a cuanto nos rodea. Hay lugares cargados de energías positivas, a nivel geográfico, lugares históricos, sitios donde reside algún auténtico maestro, un hombre de poder. Suponiendo que desees ir allí para obtener algún tipo de experiencia interior, no siempre es cómodo ni fácil llegar. No siempre estás dispuesto para el viaje. A los Himalayas, por ejemplo, no vas de un día para otro, ni vas a encontrar decenas de Maestros esperándote con los brazos abiertos para revelarte sus técnicas de autoconocimiento. Recorrer ashrams y maravillarte con los ritos y costumbres en estos, no siempre va a ser productivo para tus indagaciones. No es necesario ir lejos. Uno de esos lugares de recogimiento, el de más fácil acceso, eres tú mismo. Entra cuando lo desees y quédate cuanto puedas. Nadie va a sacarte de tu propio ashram, de tu templo. En este monasterio eres tú el oficiante, el abad o el gurú. Eres una invaluable ermita ambulante. ¿Qué buscarías en los Himalayas, si dentro de ti hay cimas mayores y abismos inconcebibles?

SIETE

En la flor hay sitio para todo. En las palabras no hay sitio para la flor. Se roban el perfume y el color de la flor. En ellas se momifican las aves, y el cielo y las nubes se transforman en cemento y acero. Cuando miro la flor, sin pasado ni futuro, encuentro que en ella, en uno de sus pétalos, hay sitio para el universo. Pero si me introduzco en ella con mis palabras y mis pensamientos, la estrechez no permite que en ella se asiente una brizna de polen, ni una gota de rocío, ni una mirada. Entonces no hay flor. No hay vacío. No hay luz. Sólo están, ruidosos y alborotadores, tú y tus pensamientos, tus ideas, tu palabrerío saltando del pasado al futuro y del futuro al pasado, por sobre el presente donde la flor espera que la mires, donde la flor nada espera.


ÍTACA, DE CAVAFIS


Ítaca de Cavafis, Umberto Senegal. Cuadernos Negros Editorial,  2009.

Esta variedad del gozo poético comenzó en 1971, leyendo diferentes traducciones de If…-poema de Rudyard Kip1ing- al castellano. El mismo texto con otras palabras, otros sonoros y pertinentes sinónimos, variable sintaxis en diferentes formas de traducir el poema sin perder su idea original, inconfundible entre diferentes versiones. Me atrajo, por las implicaciones de sus lecturas, el ejercicio propuesto por el recopilador y comentarista de ta­les traducciones,  asimilándolo como nueva opción lectora para enriquecer mis disciplinas literarias.

Reunir distintas versiones de un poema no es simple entretenimiento literario. En la medida  que se degustan y cotejan, surgen otras dimensiones no forma­les del poema y la poesía. E1 lector apasionado, exhuma ocultos campos lingüísticos y estéticos de aquel, tangibles en el espíritu de la poesía, que gravitan más al1á de la palabra en el idioma original o en su traducción. Experiencia lectora poco habitual, que no sucede cuando se lee una sola o no se comparan traducciones. Acrecienta el caudal idiomático y poéti­co de la lengua a la cual se traduce un original.

Ítaca, de Constantinos Petros Cavafis, en griego, su lengua original, es el mismo poema en griego para los griegos. El lenguaje cavafiano, amalgamado con matices propios de la katharévuza y el demótico, es igual para la vista y el oído griegos, pero cuando pasa a otro idioma y exige gradaciones léxicas nuevas de acuerdo con los traductores, el filosófico poema se convierte en algo más que el texto original. Poeta, traductor y lector que participan de dicho ceremonial, se comunican en otros niveles. Para vivenciarlo se debe emplear cualquier poema traducido por más de 10 traductores. Se les llama traducciones indirectas, intermediadas o de segunda mano, procedimiento consistente en traducir un texto no a partir de su forma original, sino a través de una traducción previa a otra lengua intermedia. En su conocida Declaración de Nairobi (1976) la UNESCO no recomienda dichas traducciones. Se sirve de una o varias versiones para darle cuerpo a la propia.

Tal lectura la he practicado con Los proverbios del infierno, de Blake; con los Cantares XXX y XLV, de Ezra Pound; con la octava elegía, de las Elegías de Duino, de Rilke; con Burnt Norton, primera parte de los Cuatro Cuartetos de T.S. Eliot; con las estrofas XV, XVI y XVII del Cementerio marino, de Valéry; con las Rubaiyat 1,2,3,4 de Omar Khayyam; con las Letanías a Satanás, de Baudelaire; con varias gacelas de Hafiz; con Pessoa, Hölderlin y, en particular, con el haiku de la rana, de Basho, del cual he reunido cerca de 100 traducciones al castellano. Y es un poema de sólo 17 sílabas.

Me sumerjo en uno de los poemas y luego, cuando durante el transcurso de nuevas lecturas encuentro traductores con análogos intereses por un poeta, cotejo versiones y paráfrasis, traducciones directas de la lengua original o de otras lenguas, sin objetivo distinto al de mi particular complacencia. “El estudio de un espacio literario no puede prescindir de las obras traducidas que ese espacio acoge”, señala el cavafista Vicente Fernández González, en su minucioso trabajo sobre la poesía del alejandrino y las traducciones al castellano (La ciudad de las ideas, Madrid, 2001) El oído se agudiza con múltiples voces que acarician desde un mismo poema. Cada traductor, según sucede con Ítaca, reconstruye el poema in­volucrando su capacidad literaria, sus indagaciones bibliográficas, la académica erudición, su sensibilidad poética y el conocimiento del idioma del cual traduce.

Estas recopilaciones, donde predominan Cavafis y Basho, junto con Khayyam, me impelen hacia la continua búsqueda literaria. Es elemento básico de mis lecturas, otro modo de disfrutar determinados poemas. Nuevas aproxima­ciones estéticas a un texto cuyo original fue escrito en idioma diferente al castellano. Por la década de los años 80, Cavafis llegó a mi vida gra­cias a la relación epistolar sostenida con filólogos y escritores expertos en la obra del alejandrino, de la talla académica e investigativa de Miguel Castillo Didier, Nina Anghelidis o José Antonio Moreno Jurado. Fundé en el Quindío el Centro de Estudios de Literatura Neohelénica Miguel Castillo Didier. En mi revista KANORA, dediqué amplios espacios para divulgar la moderna poesía y narrativa griegas. Cavafis y Ritsos, fueron privilegiados en sus páginas. Fruto del encuentro quindiano con la cultura neohelénica, fueron las versiones del poeta calarqueño Elías Mejía, quien tradujo del francés El muro en el espejo e Ismenia, de Yannis Ritsos y Fragmenta o la vegetación de los minerales, de Takis Varvitsiotis.

De Cavafis, sin hermenéuticas previas me sedujo su poema Ítaca, obra perfecta del prosaísmo poético, cuya carencia de elementos líricos imprime mayor patetismo al texto a través de un lenguaje escueto, denotativo-narrativo que busca,  lográndola sin rodeos, la exactitud comunicante. De los 154 poemas canónicos, varios me impresionaron por aquellos días cuando en Colombia sólo circulaban versiones de Belisa­rio Betancur, Eduardo López Jaramillo y Harold Alvarado Tenorio, para mencionar poetas colombianos fascinados con Cavafis a partir de las traducciones que Margarita Yourcenar y Constantino Dimarás hicieron al francés (1958) pa­ra la Editorial Gallimard y que se complementaron con las primeras versio­nes al castellano que circulaban en nuestra lengua: C. Kavafis: veinticinco poemas (1964) en traducción de E.Vidal y J.A.Valente, primera que en castella­no se editó como libro; Lázaro Santana (1970), J. Ferraté (1971), J.M.Alvarez (1976). Reafirmo aquí, que el ex presidente de Colombia, Belisario Betancur Cuartas, fue quien introdujo a Cavafis en la lengua castellana. Jaime Gil de Biedma, cuenta haber leído en 1955 algunos poemas de Cavafis, traducidos al castellano por el sacerdote ortodoxo Pacho Aguirre, mas no se conoce documento alguno que lo verifique.

En entrevista a Miguel Castillo Didier, director del Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos  Fotios Malleros  perteneciente a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, hecha por Xrisí Athena Tefarikis en marzo de 2007, el notable cavafista chileno aclara: “Se podría señalar que el primer traductor de poemas de Kavafis del griego al español fue don Jorge Razís, pero no las publicó y luego vino la traducción del colombiano Betancur, alrededor de 1958. En torno a la obra y el trabajo de Razís, agrega Castillo Didier: "Ocurrió también otro hecho que hizo que me interesara en el griego moderno: la aparición de don Jorge Razís que era griego y trabajaba en el Consulado Griego de Valparaíso. De vez en cuando venía a Santiago a trabajar en el Consulado Griego de Santiago. En una ocasión salió un aviso en la prensa que anunciaba una conferencia titulada:" Páginas de la poesía Neo-Helénica" Eso fue alrededor de 1957-1958 y coincidió con la aparición de Cristo nuevamente crucificado. Entonces los estudiantes de griego acudimos a la conferencia del señor Razís porque no sabíamos nada de la poesía Neo-Helénica. Así fue cómo tuvimos la oportunidad de escuchar, entre otros, tres poemas de Konstantinos Kavafis que don Jorge Razís había traducido al español: Que el dios abandonaba a Antonio, Súplica e Itaca. ¡Esos tres poemas me provocaron una impresión inmensa! Además, el señor Razís leía los poemas de una manera muy hermosa, sus traducciones eran muy bellas y las leyó acompañado por una música de fondo bastante tenue. A mi me bastó escuchar esos tres poemas para darme cuenta que Kavafis era un genio. Entonces me acerqué al señor Razís y le pregunté si había otros poemas de ese autor. El me respondió afirmativamente y me los envió, por cierto, en griego moderno”.

Por consiguiente, frente al trabajo real que Betancur Cuartas hizo en 1958, seis años antes de conocerse las traducciones de Vidal y Valente, continuamos sosteniendo cuanto en la revista Byzantion Nea Hellás (Universidad de Chile, l991-1992. Volumen 11-12) afirmamos del político y poeta colombiano como in­troductor de Cavafis en lengua castellana. Recuerda Betancur: “En uno de mis viajes a Grecia, pasando por París cayó a mis manos una edición bilin­güe de Kavafis con traducciones al francés de la Yourcenar. Volví entonces al texto de Durrell y seguí hacia Atenas con dos tarjetas de presentación para el poeta griego Constantino Tsirópoulos, quien para sorpresa mía sabía algo de castellano. En los bares, haciendo bohemia nos dedicamos a traducir a Kavafis sobre el texto griego y sobre el francés de la Yourcenar. Y resultó que estas fueron las primeras traducciones de Kavafis al español”. Fue­ron trece los poemas traducidos por el colombiano y el griego: Los magos an­tiguos, El sol de la tarde, Lectura, Voces, Deseos, Lejanía, Monotonía, Ana Dalasena, Cirios, El cortejo de Baco, La sombra del amor, Espejo antiguo, Sobre la costa de Italia.

Respecto a las versiones del sacerdote Aguirre, Gil de Viedma no aporta ninguna referencia válida, como sí sucede con Betancur al citar al poeta griego, C. Tsirópoulos, quien le contribuyó con su versión al castellano. En 1963, un año antes que Vidal y Valente, publicaran el libro atrás citado, el poeta colombiano incluyó tales traducciones en su libro El viajero sobre la tierra (Tercer Mundo, Bogotá, 1963). Betancur publicó sus paráfrasis en un elegante volumen (23 de ancho,  34 cms de largo) en edición de l.028 ejemplares, 28 firmados por su autor y ordenados desde A hasta Z. Otros 350 ejemplares se numeraron del 0 al 349, también con firma del autor. La edición en Antares, de Bogotá, estuvo a cargo de César Martínez H. y de Belisario mismo. En su segunda parte, Los copos ebrios, el ex presidente incluye paráfrasis de Cavafis y versiones de Pasternak, Brooke, Dylan Thomas y Sédar Senghor, aclarando que ellas “tienen más de divertimento transeúnte y de tímida aproximación al encantamiento, que de precisión y de rigor”. Los poemas de Cavafis, señala Betancur, aparecieron en las páginas literarias de El Siglo, de Bogotá. El colombiano describe al poeta alejandrino como “místico griego misterioso”.

Los 13 poemas incluidos en El viajero sobre la tierra (Noviembre 30 de 1963) están en prosa, con fecha de 1958. Desde la introduc­ción, Betancur se disculpa: “el contenido de este libro expresa simplemente un divertimento sin jactancia ni pretensión. Eso, solamente eso: la ocupa­ción o distracción transitoria del autor, mientras proseguía el itinerario de otros oficios”. Para la historia de la introducción del poeta griego en lengua castellana, las paráfrasis de Betancur ocupan lugar privilegiado. El trabajo de traducción que realizó en Grecia con Kostas E. Tsirópulos, marca un hito en el campo de las versiones de la poesía de Cavafis a la lengua ibera. Luis de Cañigral es autor de una completísima bibliografía sobre las traducciones que de Cavafis existen en lengua castellana. Tsirópulos nació en Lárisa (1930). Desconozco si aún vive y tiene conocimiento de la magnitud de su traducción a dos manos en 1955, como primer paso que se dio para traer a Cavafis a nuestro idioma. Tsirópulos estudió derecho en la Universidad de Tesalónica. Dirigió la revista Euthini y pertenece a la Segunda generación de la Postguerra, con poetas como Loana Tsatsu, Linos Christianópulos, Orestis Alexis, Nikos Gregoriadis y Kikí Dimulá. Algunas obras de Tsirópulos son: Noches, Verano negro, Los ángeles y Cuaderno de alucinaciones. Escribió un poema a Cavafis que considero pertinente incluir aquí:    

                              K.P. CAVAFIS


Cuando a la medianoche con dedos curiosos buscaban
escrituras maravillosas en sus cuerpos
recibían la belleza poética
con palabras y silencios.
Oh carne bien escrita que en el mar de la mañana apareciste
inmarcesible
iluminando la creación de los Griegos
con la incorruptibilidad de la amada alegría
aquí en la noche de muchas lenguas
te abrieron
y miraron de frente en tu arco misterioso
la evidencia definitiva de la hermosura
cuando sus mentes perfectas
ebrias del vigor de la fantasía
se bañaban en la savia del cuerpo
y ascendían de las fuentes oscuras de su dolor
palabras de inmensas ramificaciones
para vivir al fin su afirmación en las aguas injertadas
antes de que el brote satrapía del tiempo
las amontonase en ruinas oscuras
viajes de la melancolía
de manera que los Griegos golpeando
sus noches con el cuerpo en vilo
levantasen por encima de la muerte
la insigne inmortalidad
del arte de sus palabras.
      
Tres son, entonces, los nombres que deben tenerse presentes cuando se busquen las raíces de las primeras traducciones parciales de Cavafis al español: Pacho Aguirre (1955) no publicadas; Jorge Razís (1957) que tampoco se publicaron, de acuerdo con lo afirmado por Castillo Didier, y Belisario Betancur (1958) las cuales se publicaron en Colombia como atrás señalamos.

Ítaca pulsó cuerdas de mi alma que pocos poemas habían tocado. Releyéndolo y en la medida  que comparaba traducciones, fue mayor el efecto emo­cional; fueron más hondas y complejas las evocaciones que dicho texto me despertó. Su sentido ontológico se aproximó a mis lecturas y prácticas zen. Tal visión mística de la vida me facilitó percibir dimensiones existenciales semejantes en Ítaca, aunque por ningún lugar encuentro referencias sobre tal tipo de lecturas en el poeta alejandrino, lo cual le confiere universalidad al poema, intemporalidad, multidimensionalidad filosófica, sicológica y estética. Comencé, entonces, a reunir traducciones diversas que, en su mayoría, provenían del inglés: Mavrogordato (1952) y Rae Dalven (1961), y de las traducciones al francés de Yourcenar-Dimarás, o de Paputsakis. Pocas para el castellano, se hicieron directas del griego.

Mi obsesión fue constante y enriquecedora. Conocí traducciones al castellano publicadas en España, en particular la directa del griego por Pedro Bádenas de la Peña. También, la hispanoamericana del venezolano Francisco Rivera. Fundamentada en libros publicados que incluyen a Ítaca, comparto con esta recopilación otra forma de leer poesía. La aparente reiteración poemática puede servir para introducir nuevos lectores al ámbito poético cavafiano, ese del cual Cernuda puntualizó: “aquel sobre tema de Plutarco, donde Marco Antonio oye en la noche la música que acompaña al cortejo invisible de los dioses, que le abandonan, me parece una de las cosas más definitivamen­te hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo”. Muchos poetas como Cernuda, tienen sus poemas preferidos. Para mi gusto, el más profundo y trascendente en la obra de Cavafis, vital y dionisiaco, es Ítaca.

Es un mágico ejercicio de lectura que se comprende mejor cuando se ajusta al planteamiento del novelista griego Stratis Sircas, quien propuso la teoría de las tres claves para estudiar los textos de Cavafis:

a.       El hecho histórico: fuente literaria.
b.      El hecho real: acontecimiento contemporáneo del poeta.
c.       El hecho sicológico: vivencias del poeta.

Ítaca se puede incluir dentro de la tercera clave.

Cuando señalo que hay encanto en las traducciones, que el grupo de traductores es una confraternidad casi esotérica cuyo material alquímico es la palabra y en este caso el pulido verso de Cavafis, fundamento dicho juicio en la mística oriental. La tradición vedanta enseña que el uni­verso es el universo del espíritu en el éter de la consciencia. El espíritu que emana de Dios se transforma en Sonido sagrado. El aspecto femenino de Dios se invoca a través del habla, mientras que su aspecto masculino sólo es abordable mediante el silencio. En las tra­ducciones encontramos voces y silencios, un fecundo diálogo entre el poe­ta y sus traductores, dispuestos a develar la esencia del texto original. Es indudable que el poema se convierte en extenso mantram que, al repetir su lectura visualizando los cambios que introduce cada traductor, adquiere nuevos matices de interpretación, inductores de emociones que no suceden cuando se lee una sola traducción. Como bien lo dice Octavio Paz: “Ninguna lectura es definitiva y en este sentido cada lectura, sin excluir a la del autor, es un accidente del texto. No hay poema en sí, sino en mí o en ti”.

Presento las versiones más conocidas en castellano incluidas en libros y una en catalán, a la cual el poeta y cantante Lluis Llarch, admirador del alejandrino, se tomó la libertad de agregarle estrofas que no pertenecen a su autor. Si cada traductor escancia su vino en una copa personal, todos embria­gan porque provienen de la cava cavafiana. Esta flexible apreciación no justifica las exageradas licencias que algunos traductores se tomaron. Por ejemplo, José María Álvarez, de quien el estudioso Vicente Fernández González, en su li­bro La ciudad de las ideas, advierte: “Una de las características de las versiones de José María Álvarez es la presencia de un abultado número de descuidos, yerros me atrevería a decir. Lecturas descuidadas, disparatadas a veces en el plano puramente locutivo; de la palabra, la frase, o el pá­rrafo, que comprometen gravemente la textualidad y las modalidades de in­terpretación de los poemas resultantes”.

No es mi intención demeritar o relievar traducciones ni hacer disecciones filosóficas o lingüísticas de unas y otras. Cuantos tradujeron poesía de Cavafis, lo hicieron porque reconocen la perfección de dicha obra literaria, una de las más coherentes y compactas en la poesía del siglo XX. Ítaca es prueba de ello. En mi caso, como con los demás textos y poemas que atrás cité, me conmueve el gozo de lo estético, el disfrute sensual y espiritual del poema con el cual identifico mis búsquedas interiores y mis realizaciones cotidianas.

Ítaca es paradigma de amor a la vida, reconocimiento incondi­cional del mundo, aquí y ahora. Vehemente canto a la fugacidad de la existencia, que no debe negarse sino disfrutarse durante el trayecto hacia la muerte. No es monótona la lectura de diversas traducciones. No puede ser­lo si mirada y oído se agudizan ante sutiles cambios que una palabra o un signo de puntuación, la disposición de las estrofas o un ritmo, pueden darle al poema. La manipulación del canon poético induce a la mayor fidelidad posible. Total respeto por el autor y su poesía. Pero también impulsa a encontrar, en el idioma al cual se traduce, palabras, ideas, imágenes, giros y ritmos propios a los cuales ceñir el texto original. Leer una traducción sin compararla con otras, es perderse nuevos sabores, otros perfumes, refinadas texturas del poema no visibles en una sola traducción. “Bajo la fascinación del original, una traducción puede nombrar de nuevo el mundo en la lengua de llegada”, precisa Fernández González. Cada traducción, con sus leves o acentuados cambios, no produce una Ítaca dife­rente, aunque sí propicia modificaciones que dan otros matices al texto, re­vistiéndolo de pormenores no planeados por su autor.

La esencia de Ítaca no es tergiversada. El perfume del texto original continúa, a pesar de los diferentes envases donde se guarde. Seferis, refiriéndose a Cavafis, anota: “El texto es la condición de las lecturas y las lecturas realizan el texto”. Cavafis es un caso singular en la historia de poetas modernos traduci­dos al castellano, si se tiene en  la cuenta que su lengua original es la griega. Numerosos traductores afrontan su poesía por las vías del francés, a partir de la Yourcenar; o del inglés, mediante versiones de Dalven y Mavrogordato. Lo hicieron, en Colombia, Betancur Cuartas, Eduardo López  y Harold Alvarado. Otros, se atreven a sostener que traducen directo del grie­go, cuando en realidad reescriben del castellano. Fernández lo pone al descubierto en su estudio sobre la poesía y las traducciones de Cavafis al castellano (Madrid, 2001). Hoy por hoy, por fortuna se tienen obras que se convierten en efectivos puntos de referencia a nivel filológico, como las traducciones que directo del griego hicieron Miguel Castillo Didier, Bádenas de la Peña o Alfonso Silván Rodríguez.

El discurso metapoético encuentra en la traducción otros valores litera­rios del poema. Ítaca no es sólo la isla de Odiseo. Ni tampoco un hipotético o real lugar geográfico. Ni un símbolo. Es un existencial elemento sicológico en el desti­no de cualquier ser humano, sin importar su época o cultura. En cualquiera de estas traducciones, desde las puntuales hasta las más osadas, el poema origi­nal no pierde su esencia. En él pervive algo intocable. Mi tarea de recopilador, próxima a la teoría de lectura estereoscópica, pro­puesta por Marilyn Gandia Rose: “Lectura exhaustiva donde la consideración semiótica de los textos, de originales y versiones, prestando atención al universo extratextual tanto de aquellos como de estas”,  facilita apreciar los significados de Ítaca de acuerdo con la sensibilidad de cada lector. La mía es una actitud poética solipsista que mutó en deseo de com­partir cuanto evoca cada traducción de Ítaca al castellano, cuanto se experimenta con la lectura repetida de un poema cuyas traducciones invitan a entrar en Itaca por múltiples puertas.

Igual ejercicio podría hacerse con cualquiera de los 154 poemas canónicos, o con los 305 que conforman la obra completa de Cavafis. Práctica semejante hizo Fernández con Esperando a los bárbaros, Los funerales de Sarpedón, El dios abandona a Antonio, Darío, Días de 1908, y En el año 260 antes de Cristo. Ítaca, como poema, es revelación del encanto de la lentitud. La negación de toda prisa que impida disfrutar el viaje, cuyo objetivo no es  regresar a un sitio determinado sino tomar conciencia del lugar donde la persona se encuentra. Poema válido para esta época donde rigen la agitación, la velocidad y el sonambulismo. Ítaca señala la relación del individuo con el tiempo, la perspectiva del viaje como viaje, experiencia vital no su­peditada a lejanos objetivos. No hay obsesión por llegar a una meta y, por su causa, perderse el espectáculo del mundo.

El hombre contemporáneo necesita, para escapar de su condición de masa, viajes donde lo esencial es el recorrido. El sabio y minucioso encuentro con formas, perfumes y detalles que depara el mundo al hombre observador, sin afán por llegar a ningún si­tio. Lo fundamental es cuanto propiciamos durante el viaje, no los pa­raísos prometidos desvaneciéndose en el futuro.

Ítaca es la certeza de que cuanto más lento el viaje, mayor la conciencia del aquí y del ahora. En la toma de tal conciencia, en esta observación que el individuo hace de sí mismo mientras vive, nace la sabiduría, se en­cuentran los tesoros que Ítaca no ofrecerá al final del viaje. La riqueza se atesora ahí donde está el ser humano y no en aquella Ítaca literaria y geográfica que con detalle describió Homero: “Habito en Ítaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un monte, el Nérito de agitado follaje, sobresaliente, y a su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de otras, Duliquio y Sanie, y la poblada de bosques, Zante. Ítaca se recuesta sobre el mar con poca altura, la más remota hacia el occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y He­lios. Es áspera, pero buena criadora de mozos”, dice Odiseo.

Tras el descubrimiento de las ruinas de Troya, un grupo de investigadores planteó que Ítaca existió y se encontraba en Paliki, península en la isla de Cefalonia al este de Ithaki. Bittlestone, acompañado por un grupo de historiadores y geólogos británicos que buscan el lugar donde quedaba Ítaca, señala: “existen evidencias de que estamos tras la pista correcta. Durante miles de años, la gente pensó que Homero estaba equivocado en la descripción de Ítaca. Creo que estaba en lo cierto, pero no lo vimos porque el paisaje ha cambiado”. A Bittlestone lo acompañan el cla­sicista de Cambridge, James Diggle y el geólogo, de Edimburgo, John Underhill. Según sus teorías, la citada península próxima a las descripciones de Homero, conformó una isla en la antigüedad al estar dividida, la de Cefalonia, por un canal marino que con el paso de los siglos se cerró.

Cavafis escribió Ítaca en enero de l894 y la publicó en noviembre de 1911. Escrita a los 48 años de edad de su autor, en un segundo piso de su alcoba en penumbras, sin interrupciones de radio o teléfono, dentro de un sobrio espacio como de monasterio trapense. Ribas Sanpons considera que Ítaca “consagra a Cavafis, el último alejandrino, el viejo poeta de la ciudad de los cinco amores, como uno de los pocos hombres que supo entender y penetrar el misterio gnóstico de la iniciación”. En 1924, en fundamental aporte para la difusión de la obra de Cavafis, T.S. Eliot publicó a Ítaca en la revista The Criterion, traducida del griego al inglés por Yorgos Valasópulos. A  partir de 1911, Cavafis abandona el simbolismo. Los dos poemas con que inicia su nueva época poética son: Ítaca y El dios abandona a Antonio.

Aclara Liddell: “Lo que sin duda es cierto y significativo es que Cavafis, más o menos a sus 48 años, tuvo otro comienzo literario”. El poeta lo reconoce en Ítaca: “Pero no apresures en nada el viaje”. Este texto de intenso amor a la vida, reconocimiento de la materialidad de las cosas como elementos fundamentales para la existencia del hombre, sin antagonis­mos con lo subjetivo o lo espiritual, anuncia el viaje estético que como escritor emprende  a partir de tal fecha, un ciclo esencial dentro de su evolución poética. Viaje interior impregnado del misterio gnóstico de la autoiniciación. Sensualidad y refinado panteísmo, arraiga­dos en cada cosa o persona, en toda experiencia con el mundo que se nos des­vanece día tras día, realizable en el instante. Un viaje para las impresio­nes del momento y no tras la esperanza de arribar a determinada meta.

Poemas como Ítaca, según Seferis, no son la contemplación más o menos erudita, más o menos decadente de un pasado sin ningún valor para el lector moderno, sino la yuxtaposición constante y vital de diversos momentos de la historia. Ninguno espera que la Ítaca mencionada por Cavafis sea la patria chica de Ulises. Ítaca es nuestra vida. Es el lugar donde nos encontramos en este momento. El único punto común con el viaje de Odiseo, es nuestro devenir  existencial: viaje que dura la edad cronológica del individuo. Respecto a su forma, con un lenguaje normal y preciso, denotativo-narrativo que busca la exactitud comunicante, casi prosaico, sin imágenes que alteren su propósito intimista, Ítaca se lee como poema de verso blanco. Los patrones rít­micos de la poesía de Cavafis, en particular los versos acentuados yámbicos y la rima donde el poeta presta rigurosa atención a tales aspectos, no se descubren en las traducciones de algunos de los escritores, ni se aprecia en toda su magnitud la evolución de Cavafis en cuanto a los ecos internos y el problema de la lengua en la literatura neohelénica.

En cualquiera de las traducciones, es visible el arraigado humanismo del alejandrino quien, puntualiza Bádenas de la Peña, “Constituye un hito en la poesía contemporánea por la originalidad y la universalidad de su escritu­ra, llena de matices intelectuales, de una notable riqueza artística, y, sobre todo, profundamente humana”. Ítaca es el mapa del viaje existencial del ser humano por el mundo de las formas y las emociones. Durante tal itinerario, si el alma está despojada de contradicciones, miedos y condiciona­mientos, al viajero se le revelarán las razones de su existencia y el secreto de su devenir entre el misterio cotidiano del paisaje habitual, o de aquel  que aún no se conoce.

Sobre la función del paisaje como elemento de go­zo en Ítaca, vale la pena recordar que en 1925 Víctor Berard analizó el texto de La Odisea, dedicándose a buscar en Grecia la concordancia entre su paisaje y el texto de Homero, en un pormenorizado estudio de cuatro volúmenes con precisiones geográficas e históricas. A su vez, Wilbert Pillot plantea en su libro El código secreto de la Odisea, que Homero no relata una aven­tura fortuita sino que el viaje de Ulises es un pretexto para describir una vía marítima: el camino del Atlántico hacia la Europa del noroeste, de cuyo conocimiento dependerían la prosperidad y poderío de una nación.

No hay cielos al final del viaje. Ítaca puede seguir igual de pobre puesto que su riqueza no es aquella que pueda esperar quien no descubre los auténticos tesoros que ofreció el viaje con la belleza del aquí y del ahora. Afirma el poeta alejandrino: “La belleza es lo único que descifra y abrevia el jeroglífico de la verdad, cautivando en profundidad y excitando los sentidos y deseos humanos, sean hijos del pasado, del sueño o del presente”.Verdad y belleza están en los mercados de Fenicia (lo material, lo fenoménico) y en los lugares de Conocimiento (Egipto...) siempre y cuando el equilibrio entre lo subjetivo y objetivo contribuyan a que no perdamos el cotidiano espectáculo del mundo.

Ítaca como final del viaje, es la muerte del individuo, cuya idea no debe rechazarse ni temerse y con cuya toma de conciencia podremos disfrutar aún más del viaje existencial. Así lo señala Miguel Castillo Didier, cuando reconoce a Ítaca como verdadero himno a la vida y, con Rex Warner, afirma: “aquello que se destaca es el más inmenso valor de la expe­riencia individual, que la intensa persecución de un ideal o las alturas y los abismos de acontecimientos cataclísmicos”. De aquí la sencillez expresiva del poema, sin metáforas ni estructuras complejas. Francisco Rivera lo reconoce cuando advierte que “en este poema gnómico el hablante nos invita a vivir el mito de Ulises de una manera totalmente anticonvencional: Ulises ya no encarna las virtudes que le asigna la leyenda homérica, ni el deseo con que lo adorna Dante, ni el profundo anhelo de realización de antes de morir. El hablante propone un viaje hacia la isla que debe du­rar lo más posible”. Tiene razón Liddell al considerar que Ítaca “es un prodigio de la imaginación”. Ítaca, según refiere Tinos Malanos, lo inspiró a Cavafis un fragmento de Petronio que figura en la Antología latina, en el Satiricón (fragmento 45) que dice:

Deja, muchacho, tu tierra y busca otras extrañas orillas: un orden mayor del mundo nace en ti. No sucumbas a los males: te conocerá el lejano Danubio, el gélido Bóreas y los seguros reinos de Canopo, y quienes ven a Febo ponerse y renacer: un itacense más curtido desembarcará en playas lejanas.

En Ítaca, la vida no es viaje deprimente ni azaroso. El viajero decide su itinerario, rompe con determinismos religiosos o metafísicos emplean­do para esto, sus sentidos, valiéndose de la fórmula del hedonismo mesura­do, la satisfacción con la vida, la incapacidad de tejer su propio destino en cada puerto donde llegue. Ítaca, no sólo por su sentido, por cuanto revela al ser humano sobre su condición de ser efímero sino por su intención sico­lógica y su perfección poética, reafirma la opinión de T.S. Eliot: “Toda revolución en poesía es una vuelta al sentido propio de la palabra”.

Vale la pena hacer una mínima referencia a las versiones musicales de Ítaca. Lluis Llach tiene una hermosa adaptación musical a partir de la traducción catalana del poeta Carles Riba (1975). El álbum se llama Viatge a Ítaca, obra dividida en dos partes: la primera, dedicada por completo al poema de Cavafis; la segunda, recoge cuatro canciones. Es una composición de notable elegancia musical, con predominio del piano, acompañado por guitarras eléctricas que resaltan sobre los demás instrumentos.

Otra intérprete de Ítaca es la cantante Beth, con su obra Cami D’ Ítaca, acompañada por una imponente orquesta. Beth Rodergas es catalana (1981). En inglés, con fondo musical de Vangelis, el actor Sean Connery lee a Ítaca, mostrando un trabajo de refinada elegancia. Destaquemos además, entre estas musicalizaciones, el trabajo del cantante y compositor chileno Patricio Arabalon, con su álbum dedicado a poetas griegos donde se escucha la voz del notable neohelenista chileno Miguel Castillo Didier, leyendo en griego tal poema, acompañado por el trío Giuliani.

URSÚA, EPOPEYA DEL LENGUAJE




Si chamanes, y sabios mohanes de centurias atrás, conocieron alguna secreta pinta de yajé para guardar en su experiencia vívidas memorias de las culturas aborígenes arrasadas por los conquistadores, en la medida que leo la novela Ursúa (Alfaguara, septiembre 2005, Bogotá) presiento que retornaron del país de los padres para dársela a beber, en el ritual literario y poético más telúrico de las últimas décadas en Colombia y en nuestra Mestizoamérica, al escritor William Ospina.

Ursúa es la primera novela de una majestuosa trilogía cuyos otros títulos son El país de la canela La serpiente sin ojos. Aquella discurre en torno a Pedro de Ursúa, organizador de la segunda expedición al Amazonas. En El país de la canela, se relata la primera expedición, la de Orellana. Y La serpiente sin ojos, narra los últimos días de Ursúa y su demencial viaje de conquista.

Supe también que sólo es posible ver todo lo que los indios ven cuando uno bebe sus licores de maíz y de frutas, sus caldos de bejucos santos o sus sales de tierras y de árboles”, confiesa el narrador, en la novela. Y para esta percepción, no puede haber sucedido de otra manera, porque Ursúa, con su lenguaje y su musicalidad, sus perfumes, sus evocaciones poéticas de un esplendoroso pasado rebosante de oro y sangre, de humillaciones y heroísmos, de asombrosos eventos, va más allá de la pretensión novelística e histórica. William advierte en torno a la magia desatada con sus palabras, con sus adjetivos y sus metáforas: “Es importante que el lenguaje produzca ese deslumbramiento, que no nombre las cosas como algo habitual sino que haga surgir ante nosotros cosas desconocidas y nos sorprenda con ellas. Creo que esa es la labor de la poesía, esto es un relato y hay un ritmo narrativo, pero los recursos de la poesía son necesarios a cada momento para que el asombro se produzca, el misterio se revele y para que el ritmo del lenguaje sea cautivante”.

Esta obra puede disfrutarse como novela, crónica, ensayo o poema épico, porque tales géneros se entretejen con magistralidad literaria, haciendo de Ursúa una de las novelas más hermosas en lengua castellana, de los últimos tiempos. Muy acertado el dramaturgo Carlos José Reyes, cuando anota: “En su primera novela, William Ospina logra el milagro de combinar tres formas de escritura, tradicionalmente separadas: el relato histórico, la lírica y la épica. En la poderosa escritura de Ursúa, novela que parece esbozarse como el inicio de una gran trilogía sobre el sueño de El Dorado, Ospina logra integrar estas tres formas de expresión escrita, en un texto semejante a un gran río verbal, completo de voces y resonancias, que nos hablan de otras voces y otros ámbitos en el lenguaje moderno” (Revista Cambio).
Si las otras dos novelas conservan el ritmo, y el mismo vigor de imágenes y eventos, de superposición de historias que se complementan sin pérdida de su unidad, estamos entonces frente a una novela superior, por fin, a Cien años de soledad.

Reconocemos, en Ursúa, una novela histórica sin precedentes en Colombia, de creciente trascendencia como podrá verificarse en la medida que la crítica y los lectores foráneos la conozcan. Emociona pensar de cuántas riquezas lingüísticas se colmará Ursúa, traducida al francés, al inglés, al italiano o al alemán. Nuestra lengua y nuestra historia van a vivir una aventura singular en este aspecto. A William, embriagado y embriagador del lenguaje, con Ursúa no lo veo como a un novelista historiador, obsesionado con el detalle social, cultural o político y sus implicaciones holísticas en el desarrollo de la historia, auscultando las crónicas de Fray Pedro Simón, Pedro Cieza de León, Lucas Fernández Piedrahita o González Fernández de Oviedo, sino como al visionario elegido a quien alguna variedad sagrada de yajé metafórico lo condujo, decantando palabra por palabra, párrafo por párrafo en una estructurada secuencia de estos que crea un particular ritmo de lectura; página por página en fluido relato sin diálogos, a lo largo de 33 cabalísticos capítulos de equilibrada brevedad (en su mayor parte, no superan las ocho hojas) a urdir la más deslumbrante y dramática novela escrita en los últimos 50 años en Colombia.

La suya no pudo haber sido una habitual búsqueda de información, un oficial manejo de datos o un tradicional cotejamiento de crónicas, testimonios, relaciones y cartas de la conquista. Hay que estar embriagado con caldos de bejucos santos, para escribir Ursúa y estructurar la trilogía citada. Aclara William sobre esta:”Creo que los tres textos serán una monología. Lo primero fue narrar los viajes de Ursúa y de Francisco de Orellana por el Amazonas para compararlos. Luego me atrapó la vida de Ursúa, y descubrí que debería encontrar un narrador que hubiera estado en ambas expediciones. Por ahora, me ahorré muchísimos detalles de la vida de ese narrador, que pienso contar después”.

Como su escritura debió haber sido para William, días y noches de introducirse con reverencia en ámbitos sagrados de la memoria indígena, así mismo su lectura será un revelador encuentro con cuanto se hallaba olvidado entre los millares de páginas de los cronistas de Indias. Las esmeraldas históricas que con Ursúa ofrece William, no vienen sólo de las vetas literarias de aquella densa bibliografía. Hay una atmósfera ancestral de inspiración poética y ceremonial escritura, que sólo una mente y un corazón, un espíritu y una conciencia lúcidos y tocados por la energía chamánica, pueden expresarlo y convertirlo en realidad en una época para la cual, en apariencia, no es propicia tal temática. Aquí radica el talento del escritor: revivir, en una época determinada, personajes, ámbitos, y eventos de otras épocas. Con humor, Ospina reconoce: “Soy un convencido de aquella frase que dice: Los historiadores escriben libros de historia para que los escritores se los cuenten a la gente”.

En esta novela no predomina una voz. Se encuentra llena de coros. Coros y sólo coros para despertar, con su canto, los olvidos y silencios que dormitan en los libros sobre la conquista. Coros, desde las aves hasta los hombres, desde los ríos hasta las lágrimas. Ninguna voz solitaria. Ni la de los indígenas ni la de los conquistadores. Voces del paisaje y del metal, de las leyendas y la cotidianidad guerrera de aquellos aventureros. Voces de la muerte y del poder, de la traición y del sufrimiento, de la codicia, del ladrido de los perros y el resoplar de lo caballos, voces, todas ellas, que hablan y cantan y enjuician con la recia voz del poeta novelista, del historiador poeta, del ensayista visionario al cual hacen instrumento de sus memorias: “Los indios conservan en la memoria mundos enteros mejor que la gente del imperio en sus libros”, admite el narrador. Y es a la visión de estos mundos a la cual se le permitió a William acceder para que relatara aquello que no se había dicho en la literatura. Para que junto a las palabras del conquistador, pusiera con toda su sangre y su carne los silencios y dramas del conquistado, convocándolo a dialogar, a revelar aquellos detalles que estuvieron en la oscuridad a lo largo de los siglos, o para cuya divulgación no había nacido aún el poeta que lo contara, el cantor de las ancestrales embriagueces. “Si yo hubiera estado presente, habría descrito mejor esos confines que escapaban al mando de Miguel Díaz y que después se apoderaron de los sueños de Ursúa”, exclama Ospina en la voz del narrador. Sin embargo, esta novela parece la crónica de alguien que asiste en el momento, al desarrollo de los eventos. Ursúa no es una búsqueda del tiempo pasado, sino una conmovedora obra de arte cuyo pretexto-sujeto es la identidad del hombre raizal de nuestra tierra. Un pretérito fijado con la ayuda del presente, desde donde Ospina se proyecta para recuperar tesoros de la fauna, de la flora y de la cultura que, de otra manera, continuarían extraviados entre las páginas de los cronistas de Indias.

“Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero esa es mi desgracia. En esta tierra ya nadie sabe oír las historias que cuento. Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé”, se lamenta el narrador quien, de todas maneras, para fortuna de la literatura, continúa relatando, enlazando las historias “una detrás de otra como un collar de perlas, y anudar en su curso una leyenda de estas tierras, la memoria perdida de un amigo muerto, los desconciertos de mi propia vida, y una fracción de lo que cuenta el río sin cesar a los árboles”. El virtuosismo de William para ensamblar piezas históricas de la conquista, pequeños o grandes eventos, una anécdota, una observación, un diálogo o una descripción propias de aquella época, que andaban sueltas y sin ninguna conexión entre ellas, ajustándolas con veracidad hasta configurar hitos concretos donde la historia, de la mano de la poesía revela cuanto estuvo en silencio durante siglos, lo sitúa a escala universal entre los grandes autores contemporáneos de novela histórica.

En torno a la vida de dicho conquistador, “pájaro rojo atravesando milagrosas florestas pero incapaz de comprenderlas”, “muchacho impulsivo de barbas incipientes de cobre”, “muchacho que pronto empezaría a asolar las tierras del Nuevo Reino de Granada”, como lo describe el personaje narrador, leyendo sus anotaciones junto a los balsos de grandes hojas en San Sebastián del Gualí, para que los recuerdos de un hombre como Ursúa no se pierdan con “sus huesos en la noche de pájaros de Moyabamba”; en torno a los sueños y pesadillas de este conquistador “mezcla de príncipe y bandido que se creía ungido para ser el amo del mundo, que fue oscureciendo su alma en guerras salvajes, resbalando a la infamia casi sin darse cuenta, pero que tenía en su corazón suficiente valor y tal vez demasiada grandeza para resignarse a ser un canalla”, en torno a sus ambiciones, la novela esboza o relieva múltiples personajes quienes, por momentos, desvanecen la presencia y acciones de Pedro de Ursúa. Tal vez por eso, reconoce William por boca del narrador: “Pero con tantos hechos que narrar, me pierdo de mi tema”. Bien lo observa Armando Montenegro cuando escribe: “En realidad, sin tanta estampa y sin el decorado, los relatos que se refieren a Ursúa cabrían en treinta o cuarenta páginas”. No se pierde de su tema, y Montenegro olvida que la obra es una monología donde luego reaparece Ursúa con más amplia perspectiva, con detalles que ahora, en este primero de los tres volúmenes, apenas se delinean. La mirada de William se vuelve abarcadora y aglutinante. La trama de Ursúa, en el primero de los movimientos de esta sinfonía paisajística, no gira en torno a un personaje definido, aunque el joven conquistador sea el motivo del relato. Son centenares de rumorosos afluentes que pueden desviarle su navegación por ese río grande que es la época elegida para dar fe de su visón poética y de sus inocultables deslumbramientos, pero siempre en un orden asimétrico en su ruta, en el plan de la trilogía. William no se pierde de su tema. Por el contrario, lo desarrolla como pocos novelistas que hayan abordado temas semejantes. Si parece abandonar a Ursúa en algunos capítulos, y este se eclipsa para que reluzcan otros protagonistas de la historia, es sólo para acentuar el tenebroso marco humano y de poder en que vivió Ursúa, “el hombre que ignoraba todo el mundo”, “harto ignorante que un sabueso”.

Además de ser una telúrica danza del lenguaje con la historia, y de esta con la poesía, Ursúa es la epopeya del color. Tal vez no parezca oportuna la comparación, pero cuando me refiero al importante rol que desempeña este elemento visual en Ursúa, me viene a la memoria El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, donde dicha cualidad estética, dentro de la novela y sus personajes, crea una deslumbrante atmósfera que acrecienta los rasgos sicológicos de los protagonistas. Hombres y paisaje se unifican. En el caso de Ursúa se trenzan sus destinos: “Nadie ha talado nunca esos bosques, y un español que no haya estado en las Indias no puede imaginar la magnitud de los árboles, el espesor del suelo de hojas descompuestas, las mil criaturas que se mueven por el piso viviente, la frescura del aire lleno de aromas que se cruzan, la travesura de los monos entre las lianas y las inmensas hojas perforadas, y el coro de pájaros de todas las voces que se alza cuando cede la lluvia y los raudales rompen el techo de unas selvas que tienen resonancia de catedrales”.

Si usted decide leer la novela, catedral del lenguaje donde vuelan entrecruzándose todas las palabras a las cuales no se les había concedido el privilegio de tener alas multicolores, preparándose con este festín de metáforas y adjetivos, para los próximos volúmenes de la trilogía (Ospina la llama monología, como lo citamos atrás) debe agudizar la sensibilidad para que reciba, sin alucinarse, las llamaradas poéticas de colores que no son sólo recursos literarios para describir la presencia de aquel mundo en la segunda etapa de la conquista española de Colombia, sino la exacta evocación de escenarios donde el conquistador olvidaba el milagro de la naturaleza para centrarse sólo en el efecto deslumbrante del oro. No olvidemos que, al final de cuentas, son aquellos remotos chamanes, lectores de presagios lúgubres desde los observatorios de piedra de Ráquira, o intérpretes de los mensajes que daba el gran disco de oro en el templo de Sugamuxi, propietarios del conocimiento que los Ursúa, los Pizarro, los Heredia, los Belalcázar o los Robledo, nunca pudieron pesar, violar ni fundir, quienes hablan por boca de William. Esta monumental novela, vista por ahora desde su volumen inicial, es la prueba de que ya salieron de su silencio. Y Ursúa fluye como el río: “¡Pobre Ursúa! Era verdad que su destino estaba allí, aguardándolo. Era verdad que Miguel Díaz de Armendáriz lo había desviado del río que lo esperaba, de la selva que lo recibiría, de la aventura que pondría su nombre en los labios de la leyenda. Y era verdad que las cuatro guerras donde había perdido su inocencia, donde había oscurecido su alma, eran una postergación de su verdadero destino”. El ritmo de la narración, durante 471 páginas, no cesa siquiera en la pausa de una coma o en la transición de un capítulo al otro. La novela tiene superficie serena y profundidad turbulenta, pero aguas de transparencia total gracias a la orfebrería del lenguaje que permite ver, además, el fondo de la superficie…

Un cuento hiperbreve, de lo mejor que tiene la minificción colombiana, escrito por William Ospina a finales de los años 70, cuyas 11 palabras y tema premonitorio de la trilogía que habría de escribir contrastan con la colosal novela, es ineludible citarlo como conclusión:

AMENAZAS

–Te devoraré– dijo la pantera
–Peor para ti– dijo la espada.

Esa pantera, bien puede representar las culturas indígenas a la defensiva. Y esa espada, segura de sí misma, de su naturaleza, quebrando los colmillos de la pantera y tasajeando su garganta, sin lugar a dudas, es la espada del conquistador. Ursúa es esa multitud de “nativos desnudos que entraban saltando en el mar con sus armas, sin protección alguna, a rociar en vano de dardos el vientre de los bergantines”, y es la personificación exacta de aquellos otros hombres, siempre dispuestos “a macerar hasta el polvo a esos millones de criaturas sin nombre, con piel de barro y corazón de arcilla, que Dios había destinado para su servidumbre”.
Octubre 6 de 2005

Presentación de Ursúa, en el auditorio Euclides Jaramillo Arango de la Universidad del Quindío, Armenia, con la presencia de William Ospina.