jueves, 12 de enero de 2012

URSÚA, EPOPEYA DEL LENGUAJE




Si chamanes, y sabios mohanes de centurias atrás, conocieron alguna secreta pinta de yajé para guardar en su experiencia vívidas memorias de las culturas aborígenes arrasadas por los conquistadores, en la medida que leo la novela Ursúa (Alfaguara, septiembre 2005, Bogotá) presiento que retornaron del país de los padres para dársela a beber, en el ritual literario y poético más telúrico de las últimas décadas en Colombia y en nuestra Mestizoamérica, al escritor William Ospina.

Ursúa es la primera novela de una majestuosa trilogía cuyos otros títulos son El país de la canela La serpiente sin ojos. Aquella discurre en torno a Pedro de Ursúa, organizador de la segunda expedición al Amazonas. En El país de la canela, se relata la primera expedición, la de Orellana. Y La serpiente sin ojos, narra los últimos días de Ursúa y su demencial viaje de conquista.

Supe también que sólo es posible ver todo lo que los indios ven cuando uno bebe sus licores de maíz y de frutas, sus caldos de bejucos santos o sus sales de tierras y de árboles”, confiesa el narrador, en la novela. Y para esta percepción, no puede haber sucedido de otra manera, porque Ursúa, con su lenguaje y su musicalidad, sus perfumes, sus evocaciones poéticas de un esplendoroso pasado rebosante de oro y sangre, de humillaciones y heroísmos, de asombrosos eventos, va más allá de la pretensión novelística e histórica. William advierte en torno a la magia desatada con sus palabras, con sus adjetivos y sus metáforas: “Es importante que el lenguaje produzca ese deslumbramiento, que no nombre las cosas como algo habitual sino que haga surgir ante nosotros cosas desconocidas y nos sorprenda con ellas. Creo que esa es la labor de la poesía, esto es un relato y hay un ritmo narrativo, pero los recursos de la poesía son necesarios a cada momento para que el asombro se produzca, el misterio se revele y para que el ritmo del lenguaje sea cautivante”.

Esta obra puede disfrutarse como novela, crónica, ensayo o poema épico, porque tales géneros se entretejen con magistralidad literaria, haciendo de Ursúa una de las novelas más hermosas en lengua castellana, de los últimos tiempos. Muy acertado el dramaturgo Carlos José Reyes, cuando anota: “En su primera novela, William Ospina logra el milagro de combinar tres formas de escritura, tradicionalmente separadas: el relato histórico, la lírica y la épica. En la poderosa escritura de Ursúa, novela que parece esbozarse como el inicio de una gran trilogía sobre el sueño de El Dorado, Ospina logra integrar estas tres formas de expresión escrita, en un texto semejante a un gran río verbal, completo de voces y resonancias, que nos hablan de otras voces y otros ámbitos en el lenguaje moderno” (Revista Cambio).
Si las otras dos novelas conservan el ritmo, y el mismo vigor de imágenes y eventos, de superposición de historias que se complementan sin pérdida de su unidad, estamos entonces frente a una novela superior, por fin, a Cien años de soledad.

Reconocemos, en Ursúa, una novela histórica sin precedentes en Colombia, de creciente trascendencia como podrá verificarse en la medida que la crítica y los lectores foráneos la conozcan. Emociona pensar de cuántas riquezas lingüísticas se colmará Ursúa, traducida al francés, al inglés, al italiano o al alemán. Nuestra lengua y nuestra historia van a vivir una aventura singular en este aspecto. A William, embriagado y embriagador del lenguaje, con Ursúa no lo veo como a un novelista historiador, obsesionado con el detalle social, cultural o político y sus implicaciones holísticas en el desarrollo de la historia, auscultando las crónicas de Fray Pedro Simón, Pedro Cieza de León, Lucas Fernández Piedrahita o González Fernández de Oviedo, sino como al visionario elegido a quien alguna variedad sagrada de yajé metafórico lo condujo, decantando palabra por palabra, párrafo por párrafo en una estructurada secuencia de estos que crea un particular ritmo de lectura; página por página en fluido relato sin diálogos, a lo largo de 33 cabalísticos capítulos de equilibrada brevedad (en su mayor parte, no superan las ocho hojas) a urdir la más deslumbrante y dramática novela escrita en los últimos 50 años en Colombia.

La suya no pudo haber sido una habitual búsqueda de información, un oficial manejo de datos o un tradicional cotejamiento de crónicas, testimonios, relaciones y cartas de la conquista. Hay que estar embriagado con caldos de bejucos santos, para escribir Ursúa y estructurar la trilogía citada. Aclara William sobre esta:”Creo que los tres textos serán una monología. Lo primero fue narrar los viajes de Ursúa y de Francisco de Orellana por el Amazonas para compararlos. Luego me atrapó la vida de Ursúa, y descubrí que debería encontrar un narrador que hubiera estado en ambas expediciones. Por ahora, me ahorré muchísimos detalles de la vida de ese narrador, que pienso contar después”.

Como su escritura debió haber sido para William, días y noches de introducirse con reverencia en ámbitos sagrados de la memoria indígena, así mismo su lectura será un revelador encuentro con cuanto se hallaba olvidado entre los millares de páginas de los cronistas de Indias. Las esmeraldas históricas que con Ursúa ofrece William, no vienen sólo de las vetas literarias de aquella densa bibliografía. Hay una atmósfera ancestral de inspiración poética y ceremonial escritura, que sólo una mente y un corazón, un espíritu y una conciencia lúcidos y tocados por la energía chamánica, pueden expresarlo y convertirlo en realidad en una época para la cual, en apariencia, no es propicia tal temática. Aquí radica el talento del escritor: revivir, en una época determinada, personajes, ámbitos, y eventos de otras épocas. Con humor, Ospina reconoce: “Soy un convencido de aquella frase que dice: Los historiadores escriben libros de historia para que los escritores se los cuenten a la gente”.

En esta novela no predomina una voz. Se encuentra llena de coros. Coros y sólo coros para despertar, con su canto, los olvidos y silencios que dormitan en los libros sobre la conquista. Coros, desde las aves hasta los hombres, desde los ríos hasta las lágrimas. Ninguna voz solitaria. Ni la de los indígenas ni la de los conquistadores. Voces del paisaje y del metal, de las leyendas y la cotidianidad guerrera de aquellos aventureros. Voces de la muerte y del poder, de la traición y del sufrimiento, de la codicia, del ladrido de los perros y el resoplar de lo caballos, voces, todas ellas, que hablan y cantan y enjuician con la recia voz del poeta novelista, del historiador poeta, del ensayista visionario al cual hacen instrumento de sus memorias: “Los indios conservan en la memoria mundos enteros mejor que la gente del imperio en sus libros”, admite el narrador. Y es a la visión de estos mundos a la cual se le permitió a William acceder para que relatara aquello que no se había dicho en la literatura. Para que junto a las palabras del conquistador, pusiera con toda su sangre y su carne los silencios y dramas del conquistado, convocándolo a dialogar, a revelar aquellos detalles que estuvieron en la oscuridad a lo largo de los siglos, o para cuya divulgación no había nacido aún el poeta que lo contara, el cantor de las ancestrales embriagueces. “Si yo hubiera estado presente, habría descrito mejor esos confines que escapaban al mando de Miguel Díaz y que después se apoderaron de los sueños de Ursúa”, exclama Ospina en la voz del narrador. Sin embargo, esta novela parece la crónica de alguien que asiste en el momento, al desarrollo de los eventos. Ursúa no es una búsqueda del tiempo pasado, sino una conmovedora obra de arte cuyo pretexto-sujeto es la identidad del hombre raizal de nuestra tierra. Un pretérito fijado con la ayuda del presente, desde donde Ospina se proyecta para recuperar tesoros de la fauna, de la flora y de la cultura que, de otra manera, continuarían extraviados entre las páginas de los cronistas de Indias.

“Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero esa es mi desgracia. En esta tierra ya nadie sabe oír las historias que cuento. Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé”, se lamenta el narrador quien, de todas maneras, para fortuna de la literatura, continúa relatando, enlazando las historias “una detrás de otra como un collar de perlas, y anudar en su curso una leyenda de estas tierras, la memoria perdida de un amigo muerto, los desconciertos de mi propia vida, y una fracción de lo que cuenta el río sin cesar a los árboles”. El virtuosismo de William para ensamblar piezas históricas de la conquista, pequeños o grandes eventos, una anécdota, una observación, un diálogo o una descripción propias de aquella época, que andaban sueltas y sin ninguna conexión entre ellas, ajustándolas con veracidad hasta configurar hitos concretos donde la historia, de la mano de la poesía revela cuanto estuvo en silencio durante siglos, lo sitúa a escala universal entre los grandes autores contemporáneos de novela histórica.

En torno a la vida de dicho conquistador, “pájaro rojo atravesando milagrosas florestas pero incapaz de comprenderlas”, “muchacho impulsivo de barbas incipientes de cobre”, “muchacho que pronto empezaría a asolar las tierras del Nuevo Reino de Granada”, como lo describe el personaje narrador, leyendo sus anotaciones junto a los balsos de grandes hojas en San Sebastián del Gualí, para que los recuerdos de un hombre como Ursúa no se pierdan con “sus huesos en la noche de pájaros de Moyabamba”; en torno a los sueños y pesadillas de este conquistador “mezcla de príncipe y bandido que se creía ungido para ser el amo del mundo, que fue oscureciendo su alma en guerras salvajes, resbalando a la infamia casi sin darse cuenta, pero que tenía en su corazón suficiente valor y tal vez demasiada grandeza para resignarse a ser un canalla”, en torno a sus ambiciones, la novela esboza o relieva múltiples personajes quienes, por momentos, desvanecen la presencia y acciones de Pedro de Ursúa. Tal vez por eso, reconoce William por boca del narrador: “Pero con tantos hechos que narrar, me pierdo de mi tema”. Bien lo observa Armando Montenegro cuando escribe: “En realidad, sin tanta estampa y sin el decorado, los relatos que se refieren a Ursúa cabrían en treinta o cuarenta páginas”. No se pierde de su tema, y Montenegro olvida que la obra es una monología donde luego reaparece Ursúa con más amplia perspectiva, con detalles que ahora, en este primero de los tres volúmenes, apenas se delinean. La mirada de William se vuelve abarcadora y aglutinante. La trama de Ursúa, en el primero de los movimientos de esta sinfonía paisajística, no gira en torno a un personaje definido, aunque el joven conquistador sea el motivo del relato. Son centenares de rumorosos afluentes que pueden desviarle su navegación por ese río grande que es la época elegida para dar fe de su visón poética y de sus inocultables deslumbramientos, pero siempre en un orden asimétrico en su ruta, en el plan de la trilogía. William no se pierde de su tema. Por el contrario, lo desarrolla como pocos novelistas que hayan abordado temas semejantes. Si parece abandonar a Ursúa en algunos capítulos, y este se eclipsa para que reluzcan otros protagonistas de la historia, es sólo para acentuar el tenebroso marco humano y de poder en que vivió Ursúa, “el hombre que ignoraba todo el mundo”, “harto ignorante que un sabueso”.

Además de ser una telúrica danza del lenguaje con la historia, y de esta con la poesía, Ursúa es la epopeya del color. Tal vez no parezca oportuna la comparación, pero cuando me refiero al importante rol que desempeña este elemento visual en Ursúa, me viene a la memoria El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, donde dicha cualidad estética, dentro de la novela y sus personajes, crea una deslumbrante atmósfera que acrecienta los rasgos sicológicos de los protagonistas. Hombres y paisaje se unifican. En el caso de Ursúa se trenzan sus destinos: “Nadie ha talado nunca esos bosques, y un español que no haya estado en las Indias no puede imaginar la magnitud de los árboles, el espesor del suelo de hojas descompuestas, las mil criaturas que se mueven por el piso viviente, la frescura del aire lleno de aromas que se cruzan, la travesura de los monos entre las lianas y las inmensas hojas perforadas, y el coro de pájaros de todas las voces que se alza cuando cede la lluvia y los raudales rompen el techo de unas selvas que tienen resonancia de catedrales”.

Si usted decide leer la novela, catedral del lenguaje donde vuelan entrecruzándose todas las palabras a las cuales no se les había concedido el privilegio de tener alas multicolores, preparándose con este festín de metáforas y adjetivos, para los próximos volúmenes de la trilogía (Ospina la llama monología, como lo citamos atrás) debe agudizar la sensibilidad para que reciba, sin alucinarse, las llamaradas poéticas de colores que no son sólo recursos literarios para describir la presencia de aquel mundo en la segunda etapa de la conquista española de Colombia, sino la exacta evocación de escenarios donde el conquistador olvidaba el milagro de la naturaleza para centrarse sólo en el efecto deslumbrante del oro. No olvidemos que, al final de cuentas, son aquellos remotos chamanes, lectores de presagios lúgubres desde los observatorios de piedra de Ráquira, o intérpretes de los mensajes que daba el gran disco de oro en el templo de Sugamuxi, propietarios del conocimiento que los Ursúa, los Pizarro, los Heredia, los Belalcázar o los Robledo, nunca pudieron pesar, violar ni fundir, quienes hablan por boca de William. Esta monumental novela, vista por ahora desde su volumen inicial, es la prueba de que ya salieron de su silencio. Y Ursúa fluye como el río: “¡Pobre Ursúa! Era verdad que su destino estaba allí, aguardándolo. Era verdad que Miguel Díaz de Armendáriz lo había desviado del río que lo esperaba, de la selva que lo recibiría, de la aventura que pondría su nombre en los labios de la leyenda. Y era verdad que las cuatro guerras donde había perdido su inocencia, donde había oscurecido su alma, eran una postergación de su verdadero destino”. El ritmo de la narración, durante 471 páginas, no cesa siquiera en la pausa de una coma o en la transición de un capítulo al otro. La novela tiene superficie serena y profundidad turbulenta, pero aguas de transparencia total gracias a la orfebrería del lenguaje que permite ver, además, el fondo de la superficie…

Un cuento hiperbreve, de lo mejor que tiene la minificción colombiana, escrito por William Ospina a finales de los años 70, cuyas 11 palabras y tema premonitorio de la trilogía que habría de escribir contrastan con la colosal novela, es ineludible citarlo como conclusión:

AMENAZAS

–Te devoraré– dijo la pantera
–Peor para ti– dijo la espada.

Esa pantera, bien puede representar las culturas indígenas a la defensiva. Y esa espada, segura de sí misma, de su naturaleza, quebrando los colmillos de la pantera y tasajeando su garganta, sin lugar a dudas, es la espada del conquistador. Ursúa es esa multitud de “nativos desnudos que entraban saltando en el mar con sus armas, sin protección alguna, a rociar en vano de dardos el vientre de los bergantines”, y es la personificación exacta de aquellos otros hombres, siempre dispuestos “a macerar hasta el polvo a esos millones de criaturas sin nombre, con piel de barro y corazón de arcilla, que Dios había destinado para su servidumbre”.
Octubre 6 de 2005

Presentación de Ursúa, en el auditorio Euclides Jaramillo Arango de la Universidad del Quindío, Armenia, con la presencia de William Ospina.

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