martes, 28 de febrero de 2012

MINIFICCIÓN







POLILLA Y DRAGÓN


Aunque vivió muchos años de su vida investigando sobre dragones no creía en estos. Tampoco en unicornios a pesar de que a prudente distancia uno de ellos lo seguía cuando caminaba por las montañas de su pueblo, inmerso en la práctica del hash dar dam. Era experto en la ciencia de la llave. Gracias a los textos del Al–Yaber, Kazwyinyi y Mahommed ben Zakaria, la ciencia de la letra M (misam: balanza) con la cual se determinan pérdidas o ganancias en todos los cuerpos sometidos a combinaciones químicas, lo había inducido a releer el Libro del Amado y del Amigo, de Raimundo Lullio, descubriendo en cada nueva lectura más razones para su particular búsqueda.

Su imaginación era nido de dragones. A pesar de ello no creía en tales seres con la certeza que sí guardaba hacia las polillas, cuando por las noches al encender una veladora para leer se precipitaban sobre la llama. Igual que con su pensamiento en torno a los dragones, al hombre poco le importaba el trágico destino de las incineradas polillas flotando en el aceite de la veladora. Producto de lecturas y deducciones, imaginó que la polilla ocultaba algo indefinible en su insistencia al sobrevolar la llama. Dicho insecto adquirió para él un tamaño mayor que el natural.
Cerró sus libros y se dedicó a observarlas.

Elucubró respecto a tantas facetas de la vida de las polillas que, noche tras noche, entre la mortecina luz de la veladora y los hilillos de luna sobre las alas del búho, la polilla creció en su mente hasta transformarse en un monstruo que le llenó de pavor. Tanto se agigantó la polilla en su imaginación, que una madrugada se le apareció un dragón blanco, de adolescentes ojos verdes y el hombre no le prestó la menor atención porque en su mente continuaba creciendo la polilla.








LA UVA DE LOS FILÓSOFOS


Tuve una visión. Vi a los filósofos de occidente desfilar hacia la sombra de un enorme árbol: El árbol Gulmohar. Pero este árbol era mayor que los de su especie y los filósofos caminaban silenciosos. Por primera vez en su vida no discutían. No intentaban convencer a otros de sus ideas y tampoco se atropellaban ni tenían prisa por adelantarse. Llegaron al árbol y sin que faltara espacio para ninguno, se sentaron en círculo junto a una uva madura. La miraron como si allí estuviesen los viñedos del mundo a su disposición.

Ninguno alargó la mano para coger esa uva y comérsela.

Vi sus miradas: Reflejaban tristeza. En mi visión sabía que con uno de ellos que hubiese cogido la uva y la hubiera masticado, todos se habrían embriagado y danzado jubilosos bajo el protector árbol. Pero sólo miraban y nada más. “Es la respuesta a cuanto se preguntaron”, escuché una voz entre el follaje del árbol, “pronto continuarán su viaje hacia otros árboles y otras frutas”, añadió la voz. Y en mi visión miré adelante y vi un bosque, un bosque sin límites y sin aves, con mucha niebla.









COBARDÍA


El día primero su habitación se llenó de agua salada y pequeños trozos de madera. Varios peces muertos golpearon su cabeza. Quiso arrodillarse para orar, pero resbaló.

El día segundo casi perece estrangulado por el rítmico movimiento de las paredes de su habitación. La viscosidad entre la cual flotaba lo hizo vomitar. Un fragmento de coral rosado le hirió la frente. Sobreponiéndose al estupor, por primera vez murmuró: “¡Perdóname señor!”.

El día tercero asistió al deslumbrador amanecer, imaginado a través de la pequeña cavidad por donde se filtraron tenues rayos de luz hasta la esponjosa estancia. Cuando quedó sumido de nuevo en la oscuridad, escuchando el rumor que provenía de la habitación contigua y que no lo había dejado dormir, pudo arrepentirse de su cobardía y orar.

Maltrecho pero con el espíritu de la profecía floreciendo en sus labios, Jonás se encomendó a Yavé y se encaminó presuroso hacia Nínive.









MENOS QUE PARADOJA


Si sueño con mariposas y al despertar encuentro un dromedario volador, es señal clara de que sigo soñando al despertar. Por consiguiente: La mariposa que encuentre despierto puede ser un dromedario. Igual que el dromedario puede ser una mariposa. Pero si la mariposa es mariposa como si no soñara y el dromedario es dromedario como si soñara, es contundente prueba de que sueño con mariposas jorobadas que no son dromedarios y con dromedarios voladores que son mariposas. Hasta aquí, nada confuso: Duermo o estoy despierto. Pero si sueño con mariposas jorobadas y al despertar encuentro un dromedario que no vuela, es señal de que sueño en el sueño. Lo recomendable es dormirme pronto para tener la suerte de encontrar, al despertar, un dinosaurio que a estas horas de la literatura es más normal que la mariposa jorobada o el dromedario volador.










EL DISCÍPULO


No tarda la luna llena. Hago esfuerzos para no vomitar. Me agrada el ron con hielo. Masticar el hielo o tenerlo entre los dedos. Eudoro Pinzón. Creo que así me llamaba. Eudoro por un perro que tenía mi padrastro y Pinzón por parte de mi madre. No tengo dinero para otra botella. Estuve siete años en una comunidad sufí Bektashi. Fui discípulo de un maestro Naq’shabandi. Duermo en cualquier rincón sin morder a los perros ni pelear con mendigos. La gente me elude porque hablo con la luna llena y conozco algunos secretos de la noche. No soy poeta. Entretejo alfombras. Mi ropa causa repulsión. No tengo más. Estuve desnudo en Shams–i–Balk, el templo Bactriano del Sol, cuyas ruinas se ven cerca de la frontera norte de Afganistán, en Balkh.

No vomitaré. Hay cangrejos en las paredes. De niño quise una tortuga. Pronto saldrá la luna llena y abandonaré este bar sin que me echen a empujones. ¿Con quién hablar aquí? Hasta las putas me rechazan. Ayudé a traducir del turco al inglés la obra de Khwajagan Hamedani, del eminente sufí Husan Lufti Susud, Dinastía de los maestros. Mi nombre no se cita en la edición. Cuando me expulsaron de la comunidad aún no bebía vino. Misericordioso conmigo, en una de las Tekkiyas de Ahmed Yesevi aprendí ejercicios y música para controlar este cuerpo y estas emociones. Por eso no voy a vomitar. Mucho ron. Mucha luna llena. Muchas miradas. ¿Esa música viene del leve oleaje del mar? Nadie quiere recitar conmigo rubaiyats de Khayyam. Saldré a vomitar, es lo mejor para todos.









JARDINEROS


Sobre la colina, el anturio negro con una sola flor que resalta en cualquier hora del día. O de la noche. Para llegar a ella, un estrecho camino. Dicen que un ángel rabioso protege la flor. Otros aseguran que es falso lo del ángel pero que el sendero está lleno de serpientes. Si subes a cercenar la flor el problema es tuyo. Quienes escuchan las leyendas en torno a este anturio, quieren cortarlo. Y suben exponiéndose a los horrores que se relatan. Es imprescindible una daga. Dicen que alguien subió con Excalibur y tampoco pudo cortarla.

Regresan sin ella, con dagas melladas y ojos húmedos. ¿Lo bueno? Se vuelven jardineros. ¿Lo malo? No hablan. Ninguno de quienes subieron y regresaron al pueblo, habla. No se sabe qué sucede entre ellos y el ángel.









LA VOCAL A


Quería originalidad. Se dedicó a contar cuántas veces estaba la vocal a en La comedia humana, en Las mil y una noches; en Don Quijote, en La Biblia y en el Ramayana. Investigar las razones por las cuales tal letra figuraba más veces que la x, la w o la s. Los ritmos que adquirían los párrafos. Por qué había más aes en un párrafo y en un capítulo, que en otros. Sus indagaciones literarias las apoyó en importantes teóricos posmodernos de la lengua, la filosofía y la narrativa; en complejas teorías semióticas, en postulados lingüísticos de mucho peso. Desde su visión, las aes se convirtieron en la esencia del texto y de cuanto quería comunicar cualquier autor. Lo demás quedaba relegado a planos secundarios dentro de la estructura del libro: personajes, ámbitos, argumentos, descripciones.

El comentarista prepara otras aproximaciones a otras obras, a partir de las demás vocales. Hay interés académico por parte de profesores universitarios, de críticos y de varias editoriales.








PALABRA ESCRITA


El Viejo de los Harapos se consideró poeta y se detuvo ante el portal que daba acceso al lago de las flores. Al ver el último jazmín ingrávido sobre la roca, pronunció la palabra secreta y dijo jazmín, porque tenía dudas.
Del jazmín brotó el árbol Ming–ling cuya primavera dura 500 años y otros 500 su otoño. Entonces el Viejo de los Harapos se cobijó con su sombra y bajo ella pronunció de nuevo la palabra secreta, agregando la palabra Ming–ling porque seguía dudando. No parpadeaba todavía cuando escuchó el canto del canario azul, reclamándole: “¿Por qué te llamas poeta y hablas tanto?”. Recogió la pluma que descendió entre sus pies y la observó. Quiso responder pero había hablado mucho ese día. Había hablado mucho, días y años anteriores.
Vacilaba si pronunciar o no la palabra secreta. Entonces dijo Pluma. En un abrir y cerrar de ojos la muelle brisa se convirtió en tornado, alejándose hacia el centro del lago. En su mano relucía la perla de una gota de agua. Al dejarla caer sobre la yerba, vio un bote a su lado y de la gota nació el arroyo que fluía hacia el lago. Entonces profirió la palabra secreta y agregó la palabra bote, porque seguía con dudas. Cuando en sus labios se desvaneció la vocal e, descubrió a la niña sin cabello y de ojos verdes, invitándole a subir.

Pronunció la palabra secreta y subió al bote. Ahora no tenía dudas de ningún tipo. La niña remó hacia el lago de crisantemos.








CAZADOR DE DRAGONES


A Charlie Trumbull


La gente del pequeño reino no soportaba el reiterado vuelo de dragones. Desde el amanecer hasta el anochecer desplazaban águilas, ruiseñores y libélulas. Dragones de todos los tamaños, inoportunos y agresivos.

Solicitaron sus servicios al cazador de mariposas. Hombre frágil de ojos grises, con centenares de mariposas en las paredes de su hogar. ¿También caza dragones? Puedo, respondió, señalando la red con que atrapaba mariposas. ¿Con eso nos librarás de los dragones? El cazador nada dijo y sonrió hasta cuando ellos se fueron.

Al día siguiente, con su red en la mano subió a una colina por donde los dragones volaban con frecuencia. Todo el día agitó la red en el aire y corrió de un lugar para el otro o se mantuvo inmóvil bajo una rama. O improvisó repentinos saltos. Los dragones le miraban sorprendidos. Entrada la noche, fatigado y con la red vacía, regresó al pueblo. A partir del día siguiente no hubo más dragones. Se fueron del reino. El cazador tampoco volvió a atrapar mariposas.

N. del A: C. Trumbull es el actual director de la famosa revista norteamericana de haiku, Modern Haiku, que ha dedicado espacios a mi poesía.








COMPAÑÍA


No es necesario verificar tu presencia tras la cortina. Ahí permaneces desde mucho tiempo atrás, cuando adornamos la ventana. Yo a tu lado sin que aquello revise mi presencia en este lado del cortinaje. Es el límite entre ambos. No transgredimos sus fronteras. Ninguno de los dos la extendemos cuando estamos aquí. Él en su lado y yo en el mío. Cuando alguno de los dos no está, entonces se corre y se puede mirar la habitación. Si es él, puedo mirar la montaña o algún sinsonte que cruza. Cada uno en sus actividades, separados sólo por la cortina. Si por algún motivo la corro, tú desapareces. Si lo haces tú, yo desaparezco y en este lado no hay un hombre leyendo ni se escucha la música de Lacrimosa, a las doce de la noche. La cortina continúa ahí. Rígida, fingiéndose inerte. Sirve de frontera entre dos que nos presentimos. En realidad nos basta suponernos y este presentimiento vuelve reales su mundo y el mío. Es maravilloso no correr la cortina, dejar que sus pliegues sean el lenguaje con el cual nos comunicamos.




martes, 21 de febrero de 2012

KOANES DE LA SEKUOYA (1)








¿Con qué sigilo camino la distancia
del girasol marchito a tus ojos cerrados
que no desean mirarme?








      ¿Con cuál mano dibujaré al aire
donde me faltas, la presencia de tus pasos
que se alejan?








¿Qué hay en mi corazón esta madrugada,
que escucho en las ramas
tronar y relampaguear las aves?









¿Qué gestos ensayan los pétalos
para seducir mariposas
y ahuyentar poetas?









¿Cuando no estás a mi lado
para el abrazo, cuántos kilómetros
tiene un milímetro?










¿De qué recóndito jardín del cuerpo
surge la flor en tus labios
durante el momento que ambos conocemos
pero sólo yo veo?










¿En cuáles versos,
se refugiará ese poeta a quien ladra
amenazante su ebriedad?









¿Quién lleva estadísticas de las naranjas
que se pudren junto al árbol en cosecha?









¿Y si el aire de mi pueblo
 emigrara, junto con las aves
que se exilian en la ciudad?











¿Dónde se reúnen los fantasmas
de las viejas casonas
demolidas en mi pueblo?




EL ABRIGO






La primera semana el personal de la oficina fue incapaz de reprimir comentarios acerca de su abrigo. Había cumplido la solicitud para cubrir esa vacante. No encontró motivos para convertirse en el centro de atracción de los empleados, del gerente y de cuantos allí llegaban. Es un regalo de mi hermana, lo heredé con la promesa de no arrancarle los botones de madera, murmuraba aunque ninguno prestara atención a sus balbuceos y a sabiendas de nunca haber tenido una hermana.

Un mes más tarde su abrigo no atraía el interés de nadie. Descansó de las miradas inquisidoras y los gestos burlones. En su apartamento el ritual de la comida se acentuaba cada día. Al llegar a la alcoba se despojaba del abrigo, extendiéndolo sobre una cuerda de cabuya para no mancharlo. Apagaba la luz y sentándose en el suelo esperaba en silencio, una, dos horas a lo sumo. Con un poco de compasión por su apetito, hermanados en la soledad, no era necesario aguzar el oído para escucharla salir del sifón.

Mientras la rata olisqueaba nerviosa, desabotonaba su camisa. Alguna vez imaginó ser él quien salía de la alcantarilla y la rata la que esperaba sentada, con el abrigo chorreando agua, ansiosa por contarle que la señorita Virgelina, de contabilidad, se esforzaba menos cada día por ocultar su embarazo. Daba vueltas en torno suyo, subiendo siempre por la pierna derecha. Roía en diferentes partes del cuerpo. No la veía. Le bastaba saber que era el ser más allegado. Los primeros días, luego de vencer la repugnancia y el temor, pensó que podría enamorarse de ella, pero rechazó tal fantasía seguro de que tan pronto le pagaran su primer salario, abandonaría esa miserable buhardilla. En otra ocasión, para que lo escuchara hablar quien se detuvo un instante tras la puerta de su cuarto, cuando la escuchó salir del sifón dijo, casi gritando: “¡Eres tú, mamá! Estoy feliz con tu visita. Si te quedas, llegaré mañana cinco minutos tarde al trabajo”.

Por su peso sobre el hombro y la lentitud con que roía el lóbulo de la oreja izquierda, dedujo que había engordado. Cada vez se llevaba una porción mayor de su cuerpo. Nadie lo advertía en la oficina. Por eso resolvió asistir al trabajo sin el abrigo, atento a las menores reacciones de sus compañeros. Tal vez alguien viera las dentelladas y preguntara, por cortesía, respecto a lo poco que restaba de su cuerpo. Su amigo, el poeta José Corrales, le envió de Nueva York la Antología de poetas cubanos, que Felipe Lázaro compiló para la Editorial Betania, de Madrid. Allí encontró el retrato de su compañera, escrito por Jorge Valls. Lo escribió con letra menuda y lo llevó a la oficina, confiando en que, al leerlo, cualquiera de los empleados opinara algo que le permitiera descubrir algún indicio.

Venía del estiércol
trepando por un chorro de orina;
su cara tersa y mojada,
sus ojos aterradamente viles.
Vino del caño de la letrina;
corría endiabladamente de las muertes
que habitaban el palo y las entrañas.
Una salpicadura miserable
me ofendía las piernas.
Luego, un susto me contrajo la carne.
Saltó y huyó, la cola larga y calva,
el bigote asqueroso,
mucilaginoso,
Yo no quise matarla porque estaba viva,
y era mi hermana,
lo que más se me parece,
mi hermana la rata,
que se perdió de un brinco
en el vientre abierto de la cloaca.

Ninguno notó la falta de su abrigo y aunque leyeron el poema aparentaron indiferencia. Simularon no comprender nada. Aquella mañana todos llegaron cubiertos con amplios y gruesos abrigos. Llovía desde la madrugada.

Comprendió por qué en esa sección solicitaban con frecuencia nuevo personal. Por la noche llegó a su habitación más temprano que de costumbre. Nervioso por el trabajo inconcluso en la oficina, se acostó junto al sifón, pensando en el día siguiente cuando no llegara a ocupar su lugar frente a los demás empleados, recordando el aviso a la entrada, al cual nunca prestó atención, ahora lleno de significados al sentir el bigote mucilaginoso por su cuello y el fétido aliento causándole náuseas al confundirse con el suyo: Se necesita empleado con abrigo.

VISITANTES







No le esperaba a esa hora cuando tres golpes anunciaron al escritor de relatos fantásticos la presencia del visitante. Suspendió su labor. Observó hacia la puerta luego de verificar que eran las seis de la tarde. Desde cuando empezó a escribir ese libro, por cuya causa lo abandonaron los nietos y más tarde la anciana sirviente que le acompañó durante 20 años, supo que algún día vendría a su casa alguno de Ellos…

Hipocentauro, Quimera o Cinópero, Grifo, Hidropo, Mantícora o Espectáfico, todos conocían no sólo el lugar donde vivía sino sus temores más íntimos. Allí estaba tras la puerta, esperando que le abriera porque de otra forma no podía entrar. Asombrando con su presencia a los vecinos que aún no le habían cancelado su amistad.

Introdujo el lápiz en un cuaderno de notas que guardó en la gaveta baja de su escritorio y pensó, de alguna remota isla de los mares antárticos enviaron a Youwarkee, mitad mujer y mitad pájaro, con brazos que se abren en alas y sedoso plumón cubriendo su cuerpo. Transcurrieron varios minutos. Tres nuevos golpes sonaron en la habitación. No es ella, pensó el viejo escritor, frotando sus manos sudorosas, es posible que sea una Misna, con su ojo, su mano y su pierna y una mitad del cuerpo y medio corazón.

Se retractó cuando, al escuchar otros tres toques imaginó que podía ser un Squonks. Viajan a la hora del crepúsculo para ocultar en la sombra su piel cubierta de verrugas y lunares. No se atrevió a abrir.

¿Y si fuera el devorador de las sombras? ¿Quién con más confianza para visitarme a esta hora del día, que él?, dedujo al escuchar la insistente llamada. Continuó inmóvil en la silla sin apartar la mirada de la puerta, esperando que todo fuese un desagradable sueño para despertar a la menor oportunidad.

Otros tres golpes en el portón le recordaron que no dormía. No debo temer si es un Cinocéfalo. A ellos sólo les interesa desplumar pajarillos, arrancarle a las vacas las ubres, lacerar las flores o violar mujeres. Observó su reloj: siete minutos sin escuchar los quejidos del portón. Se fue. Poco duró su alegría. Una sonrisa que comenzaba a esbozarse en su rostro se convirtió en mueca de espanto. De nuevo escuchó tres golpes en la puerta. Un Epístigo. Seguro que es un Epístigo sin cabeza, con la boca en el vientre y los ojos en los hombros. Pero no era. El visitante debió impacientarse porque los toques sobre la puerta aumentaron en cantidad y vigor.

Tendría que abrir. Lo esperaba desde el primer renglón que escribió. Varios años esperándolo. Dejó puerta y ventanas entreabiertas por si llegaba cuando dormía o se encontraba fuera de casa. Esa forma de tocar es propia de Baldanders, el que puede transformarse en roble, cerdo, estiércol o flor. Se levantó del sillón. ¿Abro o me oculto en el sótano? Una serie de golpes a dos puños le impulsaron hacia la puerta. El sudor corriéndole por la espalda transparentaba su franela de algodón. Es un maligno y estúpido Troll, pensó para animarse. Llegó hasta la puerta y dispuesto a resistir cualquier impresión, con la mano derecha abrió, mientras con la izquierda entre el bolsillo del pantalón sujetaba la navaja. Encontró los ojos verdes del Visitante. Sin titubear sostuvo por un infinito instante su mirada, sin experimentar temor alguno. El emocional impacto fue mayor que lo esperado por su débil corazón: ¡Un hombre!, comprobó antes de perder la conciencia y desplomarse sin vida junto a las enfangadas pezuñas del sonriente visitante.

jueves, 16 de febrero de 2012

LA CIUDAD DE LOS SAUCES





Están juntos en la ciudad y aunque comparten calles o alcobas, son desmesuradas las distancias entre ellos. Lejanías que no se recorren asistiendo a la misma iglesia. De vez en cuando un saludo, lo obvio de un saludo rutinario para acortar distancias entre seres semejantes pero distintos es la única opción.

Desde la madrugada hasta el anochecer caminan unos junto a otros, mirándose de soslayo, con un tratamiento igual al que sostenían los lugareños antes de ellos llegar. Soportan esas pequeñas diferencias que, con el transcurso de su estadía nunca anunciada, dan a la ciudad su atmósfera de melancolía insoportable. Aunque los foráneos imitan gestos y costumbres, nada de la ciudad les pertenece. Ni los árboles. Ni los perros callejeros. Nada, aunque lo utilicen todo con desespero. Arraigan en cualquier hogar. Corren tras los perros en imposibles movimientos de ballet clásico. Están sobre los árboles, quietos en las ramas y mimetizados entre las flores. O en el suelo revestidos con hojas secas y quebradizas como ellos.

¿Qué buscan en este lugar? Los niños son los únicos que no se mortifican con tales visitantes ni se escandalizan con sus extravagancias, en tácito acuerdo de tolerancia entre ambos. Cualquiera pensaría que aquellos no ven a los visitantes y estos tampoco sospechan la existencia de niños en la ciudad. Sucesos como el de esa mañana cuando las calles amanecieron con rayuelas. Centenares de rayuelas pintadas sobre el pavimento, en andenes y parques. Sólo respetaron predios aledaños al museo. Los niños se inculparon para encubrir a los autores del entramado. Se deduce que fueron los visitantes. ¿Quiénes más? Los niños protestaron mostrando sus manos pintadas de verde, rojo, azul y negro, colores de las rayuelas. Sus pantalones y camisas con manchas de pintura. Chisguetes en las mejillas. Argumentos válidos en apariencia si no hubieran estado los visitantes, sobre quienes recayó la culpa aunque ninguno dijo nada.

¿Usted los vio, Marcela? –preguntó la profesora a la niña.
Mi mamá también –dijo ella.
¿Muchos? –miró por la ventana.
Están por todas partes –aseguró la niña.
¿Cuántos, Marcela?
¿Cuántos alumnos hay en la escuela, profe?
Ochocientos seis con usted.
Entonces hay el triple –dedujo la niña.
¿Quién le rasgó el bolsillo de su camiseta?
Son inofensivos, llegan por el aire.
¿Por el aire?
Como caen las hojas.
¿Cómo caen las hojas?
Y caminan hacia donde olfatean gente.
¿Caminan? –se sorprendió la profesora.
Eso parece.
¿Como nosotros?
Parecido.
¿Así como yo? –saltó por el salón, derribando sillas.
Cuando se trasladan son viento suave y perfuman por donde pasan.
Si son inofensivos, ¿por qué entró corriendo al salón?
Para anunciar su visita. Así fue en la otra escuela.
¿En la otra?
En todas. Anunciaron su llegada. Cuando nos sentamos en silencio aparecieron por todos los lugares, como hormigas.

Llegan a casas y apartamentos porque sus moradores se obsesionan por vender cualquier cosa. No compran. Ninguno compra durante las interminables jornadas cuando los visitantes se sientan en la sala, contemplando un jarrón o cualquier objeto a su alcance. Su obsceno jadeo exalta al más indiferente. También se sientan en las camas a peinar sus largas cabelleras. Jadean y uno piensa: “Ya viene el rechazo”. “Van a revelar mis secretos”. “Me condenarán sin remedio”. “Lo saben todo y por eso nada dicen”. Uno lo piensa y se atemoriza pero nunca sucede nada. Son jueces en total silencio, excepto por su esporádico jadeo.

A la casa de Clodomiro llegaron varios porque salió a ofrecer la licuadora que heredó de su madre. No es fácil soportar a un amigo insistiendo durante un mes para que compremos su vieja licuadora. También a la casa de Mardoqueo. Hombre insensible, aparece en cualquier lugar con varios volúmenes de las obras completas de Gustav Meyrink, ofreciéndolos a precios irrisorios. Nadie compra. La obsesión, desde cuando llegaron los visitantes, es por vender.

Estaban en la biblioteca de Mardoqueo y eran tres. Al bailar cogidos por la cintura parecían seis.

En la Casa de la cultura, Griselda, recién llegada de Francia suplicó durante cuarenta días que compraran el sombrero que le regaló la novelista Amélie Nothomb. “Huele a Nothomb”, vociferaba Griselda con el sombrero en alto para resaltar las cualidades de tal prenda. Huele a Nothomb. Y entre el perfume de los visitantes se expandía el olor a manzana podrida, a cereza podrida, a guayaba agria en descomposición.

¿Qué sucedió con el sombrero?
Se lo quitaron.
¿Los de la ciudad?
No, ellos.
No han sido violentos, sólo curiosos.
Se lo arrebataron a Griselda cuando entró a la oficina.
Pobre Griselda, admira mucho a Nothomb.
Ese sombrero era su fetiche desde cuando llegó de Francia.
Uno de ellos lo lleva puesto.
¿Se lo viste?
Esta mañana, en el bus de La Colina.
Debe ser otro lector de Amélie. ¿Ellos leen?
Parece que sí. A varios les he visto El libro de Nod...
Griselda amenaza con suicidarse.27
No lo hará.
¿Estás seguro?
No hará el menor intento.
¿Por qué tan seguro?
Por la cantidad de sauces. Mientras ellos sigan aquí con nosotros y los sauces, Griselda no atentará contra su vida.
Además, a Griselda le encanta la neblina.
Sí, ellos son parte de la neblina durante las madrugadas.

De la casa de Eduvigis no se fueron durante toda la semana. Eduvigis es insegura. Se sonroja mirándola directo a los ojos. Salió a la puerta de su casa y ofreció el violín que le enviaron de Cremona. Un fino violín que reemplaza la presencia de cualquier hombre en su vida. Eduvigis cantó con voz parecida a la de Anjani Thomas. Danzó por el corredor amándose con el violín. Tampoco pudo venderlo.

El violín de Eduvigis y el sombrero de Griselda.  
La licuadora de Clodomiro. Mardoqueo y  Meyrink. En cada casa de la ciudad hay una  persona y un objeto que tal individuo desea  vender a cualquier precio. En toda la ciudad no hay una persona que quiera o pueda comprar algo. Y los visitantes observando en silencio esas transacciones imposibles. Tantas prendas y objetos en la historia de cada persona en esta    ciudad. En ocasiones los objetos son más   importantes que las personas.
Respecto a Griselda, quien se suicidó dejando una nota con un fragmento del libro de Amélie, por un tiempo creyeron que había logrado vender el sombrero pero luego se conoció la verdad.
Pertenece al libro Higiene del asesino:
“Si un escritor no goza, entonces debe detenerse al instante. Escribir sin gozar es inmoral. La escritura lleva en sí todos los gérmenes de la inmoralidad. La única excusa del escritor es su gozo. Un escritor que no goce, sería algo tan repugnante como si un hijo de puta violara a una niña sin ni siquiera gozar, que la violara por el simple hecho de violarla, para infringirle un daño gratuito. La escritura lo jode todo: piense en la cantidad de árboles que ha sido necesario cortar para el papel, en los sitios que ha habido que buscar para almacenar los libros, en el dinero que ha costado su impresión, en el dinero que le costará a los eventuales lectores, en el aburrimiento que esos infelices experimentarán al leerlos, en la mala conciencia de los miserables que los comprarán, pero no tendrán suficiente valor para leerlos, en la tristeza de los amables imbéciles que los leerán sin comprenderlos, pero, sobre todo, en la fatuidad de las conversaciones que sucederán a su lectura o a su no lectura”.

El libro estaba al lado de su cadáver, ambos húmedos de vino. Más importante el libro que el cadáver de Griselda. En ocasiones los objetos se vuelven más importantes que las personas, por ejemplo ese sombrero y esa licuadora. Los objetos primero aunque nadie los adquiera y después las personas. Los visitantes sacaron millares de fotocopias de este fragmento y las regaron por toda la ciudad.
Desteñidas alfombras. Rastrillos de cobre. Máquinas de escribir. Relojes de arena. Animales disecados. Colecciones de estampillas. Monedas. Centenares de discos. Libros. Cada objeto ofrecido denuncia la presencia de los visitantes. Encontraron a Eduvigis ahorcada. Al lado de su violín lleno de hojas de sauce. Ellos no estaban en su casa. Huyeron porque los cadáveres no les agradan. Tanatofobia que también es común entre los habitantes de la ciudad.
¿Quién mencionó los cadáveres?
En la escuela.
¿Pero quién?
Niños, profesores, las señoras del aseo.
¿No crees que eso quieren ellos?
Que nos suicidemos todos hasta dejar muerta la ciudad.
Muerta no, con ellos. Sólo la ciudad con ellos por las calles.
Es la misma.
Por eso no han debido venir.
Pero vinieron y tratan de vivir como nosotros.
Así no podemos convivir.
Tienes razón. Alguien sobra.
Todos sobramos: tú, ellos, yo...
Nadie es imprescindible.
Cada día sobramos más. Es insoportable.
¡Nadie es importante para ninguno!
Entonces... que se vayan.
¿Crees que podríamos vivir sin ellos?
No sé, estamos tan acostumbrados.
Tampoco ellos pueden vivir sin nosotros.
Están acostumbrándose.
En tu casa hay cinco.
Dos nada más pero los siento como multitud.
¿Compraste algo?
Si hubiera vendido mi flauta...
Eduvigis tenía razón.
Anoche, alguien interpretó en su violín...
¡El Trino del diablo!
Si, El Trino durante toda la noche.
Las calles estaban llenas de sonámbulos.
Ninguno escuchó El Trino, por fortuna.


Lo absurdo es la normalidad en la ciudad. 

Aparente normalidad. Lo cotidiano de los eventos. Pocas veces se les encuentra en una calle, en un bus o un ascensor. 

No están por los parques a pesar de su constante presencia repugnante y densa. Se desconoce de dónde salió el cuento de su ingravidez. ¿Su aroma? Apestan. Un tren de carga habría sido el apropiado para transportarlos. La gente finge ignorarlos y cuando se habla de ellos actúa como si ocurriera en otra ciudad. Vinieron en el tren del amanecer. La estación queda cerca del matadero municipal. Solicitaron tiquetes hasta la ciudad cercana y ahí no se bajó ninguno. Tampoco regresó nadie, aunque el tren retornó dos horas después de llegar.

Viajaban disfrazados. De otra manera, no los habrían admitido. Llenaron los vagones.

Centenares de cabezas blancas tras las ventanillas y el tren a máxima velocidad. Viajaron durante la noche cuando el tren no se detiene en ningún lugar. Tampoco habría podido detenerse con ellos allí sentados, indiferentes a las oscuras siluetas de las montañas. El conductor sabía cuál era el destino de su inusual carga: Nuestra ciudad. Parecía un tren automático, por eso creen que llegaron en este y no por el aire. Pudieron haber elegido otro medio, pero ese tren llega en la madrugada. Podían caminar, aunque no los imaginamos dando saltos ni arrojándose de los vagones en movimiento. Si alguien no les habló de los sauces, pudieron verlos desde cuando el tren cruzó el túnel cerca del río. Desde ahí, los sauces son notorios.

Les emociona caminar por entre sauces y esa pudo haber sido nuestra mala suerte. Tantos sauces en la ciudad. Tantos sauces. En la ciudad. Ellos llegaron una semana antes de los árboles comenzar a florecer. ¿Estaciones? En esta región las estaciones suceden en un día. Dispóngalas en cualquier orden y aquí suceden a la vez: verano, primavera, otoño, invierno. En una semana o en un mes. Toda la región es así, en particular esta ciudad. Cuando los visitantes llegaron era cualquier estación. Una semana antes de entrar los visitantes no sólo florecieron los guayacanes amarillos. También los sauces que parecían esperarlos cuando bajaron del tren. Las plantas que podían florecer, florecieron. Las otras, de igual manera. Extraño espectáculo que inquietó a los habitantes de la ciudad.

Abundaron explicaciones de expertos en el tema. Con los visitantes aquí lo mejor es no salir demasiado a la calle. No saludar vecinos porque cualquiera puede ser uno de ellos. Tendríamos que pensar, entonces, que los árboles ahora marchitos están así por su culpa. Súbita primavera donde las flores decidieron adelantarse y sostener, por más tiempo del acostumbrado, su floración. Flores melancólicas. Bastaba con que ellos las miraran con detenimiento y las flores adquirían esa tristeza que usted les descubrió al llegar.
¿Va a salir tan oscuro, abuela?
¿Le parece? Son las diez.
Se maquilla demasiado.
¡Se entromete con mi rostro, niña!
La invitaron a la reunión quincenal, ¿verdad?
¿Tengo ajustada la peluca?
¿Irá sola, abuela?
Nada me pasará, son tan amables...
Se dejó convencer.
Ni su abuelo me miraba como ellos lo hacen.
A la abuela de Lucrecia también la invitaron.
¡Son tan galantes!
Invitaron a la abuela de Godofredo y a la de Helmo.
¡Tan descomplicados con sus trajes de Arlequín!
Invitaron a cuantas tienen su misma edad. ¿No le parece sospechoso, abuela?
No olvidamos los pasos del vals: aquí, allá, dejándonos llevar por sus largos brazos. Sus largas cabelleras en el aire. El perfume.
¿Está decidida a ir, abuela?
¡La camándula, por Dios, niña! Casi olvido la camándula. Búsquela en el nochero y me la trae. Ellos la solicitan en la entrada.
¿Le presto mi brillo labial?
Lo usaré toda la noche.
¿Se irá a pie hasta el estadio?
Llegaré a tiempo.
Sí, abuela, a tiempo. Lleve el abrigo.
¿El rojo?
A ellos les gusta mucho el rojo. Pintaron de rojo las estatuas, las torres de la iglesia y la mayoría de rayuelas.

Para no mirarlos la gente lee el periódico en la calle. Centenares de personas por las calles ocultándose tras los periódicos. Lápiz en mano fingen resolver el crucigrama o subrayar alguna frase. Pero no leemos. Es una premeditada simulación. Si es necesario chocamos entre nosotros o nos golpeamos con los postes del alumbrado público para no mirarlos de frente. Podrían marchitarnos igual que lo hacen con algunos árboles florecidos. Los tulipanes africanos no han vuelto a florecer. Amparados por los periódicos, ignoran el lento paso de los visitantes y su manera singular de inmovilizarse en cualquier esquina. ¿Mujeres entre ellos? No, ninguna mujer, la única es la de Fulgencio y él anda buscándola porque se obsesionó con su música, pero puede ser invento suyo. Quién sabe. ¿Quién se atreve a confesar la verdad? Ellos mismos son los visitantes. Nadie ha venido al pueblo y el tren no existe en esta región.


Descenderé sobre el techo y revelaré la realidad. Alguien debe terminar con tantos miedos e hipocresías antes que la gente se vaya de la ciudad y nos deje solos.  Alguien debe. Alguien.