sábado, 27 de diciembre de 2014

Umberto Senegal




ZOOLÓGICO DE ANCIANOS







La mujer simuló no percatarse de la ultrajante presencia de los hombres, los cuales entreabrieron la puerta procurando no llamar su atención. Escuchó a uno de ellos caminar despacio por la habitación, pero no se molestó en mirar quién era. Cuantos allí entraban, lo hacían compelidos por igual curiosidad. Con pocas alteraciones, argumentaban lo mismo cuando el estupor se les convertía en irritante compasión: “Hemos conocido casos similares”, aunque sabía que era académico artificio y que si intentaba acercarse, adelantando ella el vago gesto de una caricia que nunca se concretaba, la repulsión y el temor les hacia retroceder sin ningún recato.


Sentada sobre una pequeña silla redonda y sin espaldar, miraba a través del grueso vidrio de la ventana el frondoso árbol lleno de inquietos pájaros cuyo canto parecía devolver, por instantes, el movimiento a la hierática figura de largo y suave cabello blanco desparramado sobre la corva espalda. Vestía una dormidora de lana, con grandes caras de payasos sonrientes estampados en vivos colores. En su mano izquierda apretaba una muñeca de trapo. Dispersas por el suelo, había otras cuatro muñecas desgarradas en diferentes partes del cuerpo.


Desprendiendo su inquisidora mirada de una Biblia que la almohada no lograba ocultar, el más joven de los dos hombres se aproximó al borde de la cama, a un metro de distancia de la valetudinaria, mientras su compañero ajustaba con cuidado la puerta, contra la cual se recostó, absorto, intentando adivinar de nuevo el rostro que en aquel momento adoptaría la marrullera anciana. “Debe ser muy vieja”, pensó, experimentando un repentino sentimiento de inseguridad al recordar que, desde el año anterior, era un abuelo más. “A este sector sólo traen a quienes pasan del siglo”, le murmuró en voz baja a su propio temor. Su mirada se cruzó con la del joven. “No es conveniente dejar traslucir mi recelo. Es la primera vez que él viene”.


Con una señal acordada de antemano, detuvo el avance del impetuoso joven, quien a medio metro de distancia de la mujer se inclinó, y recogió una de las muñecas a la cual le faltaban las manos, los pies y una parte de la cabeza. No era prudente acercársele demasiado. La municipalidad donaba tales muñecos, a la institución, cuando las universidades se retardaban con el acordado aporte de estudiantes. El joven podía comprobar sus teorías sobre la ancianidad sin arriesgarse tanto. No era nada nuevo para ellos, empero, uno de sus compañeros de estudio había cometido tal imprevisión con la ocupante del cuarto contiguo y ésta le cercenó, de una dentellada, tres dedos.


El sedoso pelo blanco, la frágil apariencia, el exquisito olor a talco de bebé y la impecable habitación, semejante a la de su propia abuela, acrecentaron su confianza. Un seco estornudo de la anciana, quien dejó caer la muñeca con premeditada delicadeza, sobresaltó a los dos hombres. Creyeron que se levantaría de la silla, volviéndose hacia ellos, pero siguió en la misma posición, indiferente y lejana, sumisa e indefensa, inofensiva. El mayor de los hombres guardó con prontitud la picana bajo su verde gabán. Siempre que venia a este lugar, acompañado de estudiantes que creían saberlo todo acerca de los viejos, lo embargaba la nostalgia y un íntimo sentimiento de culpabilidad le hacía prometerse nunca más regresar, renunciar de una vez por todas a tan asqueroso trabajo.


Recordó a su padre, impotente y lloroso, tan distinto a los demás padres, suplicándole a la familia que no lo llevaran allí. Pero a nadie conmovió con sus lágrimas. “Por fortuna para él, falleció al mes de estar encerrado en esta misma habitación”, pensó, estremecido por la emoción de los recuerdos, el guía.


—Buenos días, señora saludó el joven, incómodo con el silencio de la anciana.

—¡No te acerques tanto! -previno el viejo-, sus reacciones son imprevisibles. ¿No te lo enseñaron en la Universidad?

—Se ve tan desprotegida... -repuso el joven alargando el brazo y acariciando con su mano el rugoso cuello de la anciana, a la vez que agregaba, dirigiéndose a ésta: “¿Verdad que son habladurías, abuela?”

—Salgamos ya. No confíes en su aparente indiferencia ni en su debilidad. Es la táctica de todas ellas para atrapar a sus presas. ¿Lo olvidaste? suplicaba, en vano, el hombre de más edad.

—¡Déjanos solos! ordenó, de súbito, el joven. En la Universidad todos comentaban acerca de tu insensibilidad.

El viejo salió de la habitación, cerrándola con doble llave por fuera, como siempre. Era la rutina. El día de la alimentación especial. Ellos se encariñaban con su pelo blanco y su dormidora de payasos. Durante el forcejeo constataria que esa hermosa cabellera se podía adquirir por ínfimo precio en cualquier supermercado.  ¿Y él’? La edad estaba ablandándole el corazón. Se compadecía de ellos y de su estúpida visión altruista de la vida que los inducía a perder el instinto de conservación cuando más lo necesitaban. Se encontraba hastiado de su deprimente profesión que día tras día lo volvía más cínico, recursivo y mentiroso con las víctimas. Ninguno pasaba el examen de grado. Él tampoco lo había pasado años atrás cuando entró por primera vez al zoológico, pero por lo menos supo desconfiar. Faltaban dos años, dos eternos y sangrientos años para jubilarse.


Se alejó a paso rápido por el lustroso corredor, indiferente al primer grito del joven.



Umberto Senegal




EL   AMIGO












No recuerdo por dónde llegó. Creo que fue por el techo. Tal vez se deslizó por el grifo, un día que lo dejé abierto hasta la madrugada. Desde cuando comenzó a pasearse por la casa, mi gato y mi perro prefieren evitarlo. No lo eché porque me pareció indefenso a pesar de su largo pico, sus garras marrón y su mirada de niño ofendido.



No recuerdo por qué vendí primero al perro y después al gato. Tal vez ni los haya vendido. Tampoco recuerdo qué se hizo la abuela. Parecía indiferente a la presencia del huésped, pero cuando este se adueñó de su silla ella se encerró en su habitación y no volvió a salir. O perdí a mi abuela cuando yo tenía cinco años, no sé. El gato y el perro debí regalárselos a alguien para no disgustarlo a él, aunque tampoco estoy seguro de haber tenido perro, gato y abuela.



Los primeros días o os primeros meses, no lo sé con seguridad, evitaba dejarse ver de quienes me visitaban. Los miraba por rendijas de las puertas, imitando la voz de la abuela se quejaba e insultaba para hacerlos despedirse antes de tiempo. Pensé que se ocultaba por timidez.  Me acostumbré a su presencia. Aunque no es grato a la vista, me acostumbré a verlo todo el día sentado en la silla, siguiendo con sus ojos mi ajetreo por la habitación.



Tal vez algún día lo acaricié sin darme cuenta, como acariciaba no sé si al perro, al gato o a mi probable hijo. Tal vez sea cierto, a él le gustaban los juguetes pero cuando escucha la voz de un niño lanza desesperados chillidos y desgarra las cortinas. Por eso creo que en esta casa nunca hubo niños.










Nos hicimos amigos y aprendimos a soportarnos, a compartir los mismos rincones de la casa, a gritar por turno, a desollar ratones y a escuchar los conciertos de Paganini sin derramar lágrimas. No recuerdo por qué nunca le vi comer. Tal vez imaginé que debía comer en otro lugar o que no comía. Mantenía siempre en la silla de la abuela. Es posible que mientras yo dormía, saliera por donde llegó a buscar su alimento o en otro sitio.







No recuerdo por qué le invite un día a la mesa. Tal vez fueron las primeras o las últimas palabras que cruzamos. Le dije: “Venga”. Dio varios saltos y se montó en la lámpara. Pensé: “Le fastidia la luz eléctrica y sin embargo se columpia en la lámpara. Quiere enojarme”. Pensé eso porque como se amañaba donde había alguna encendida alguna vela, me extrañó su comportamiento. No quiso comer carne aunque le gusta olerla. Tampoco le agradan los vegetales.







Ignoro si cuando llegó era gordo o flaco. Al caminar por el piso da la impresión de ser un poco pesado. Pero, ¿qué puedo afirmar respecto a peso, si cuando se adhiere a la pared o al cielorraso parece tener la fragilidad de una mariposa? Ensayé todo tipo de alimentos para aves, peces, niños, para ancianos y pesadillas sin éxito alguno. Lo del alimento para peces lo ensayé luego de  espiarlo cuando se sumergió en el tanque y se quedó allí varios días, durmiendo en el fondo. Fue la única oportunidad que tuve para retardarme en el bar de la esquina. Pensé: “desgarraría las cortinas si supiera que estoy escuchando música de Willie Colón”. Al llegar abrí la llave del agua a propósito y se despertó. Mirándome desde el fondo, saltó salpicándome de agua la ropa y brincando hasta la mesa de planchar se quedó allí mirándome burlón. Después… no sé qué ha sucedido después.




Tan confuso todo. Cada vez parece saber más sobre mí; y yo, menos sobre él y sobre mí. Lo  único que con certeza averigüé es que se alimenta de mi memoria. No recuerdo quién me lo dijo. Pudo haber sido una indiscreción suya. Eso creo, mas no estoy seguro. Desde ayer o desde el año pasado, no lo sé con seguridad, duerme enrollado sobre mis piernas.  Los dos ocupamos la silla de la abuela y de vez en cuando ladramos para recordar al perro.


UMBERTO SENEGAL




DIBUJA CUERVOS Y TE SACARÁN...








Mamá sólo vino a creerlo ahora. Antes, no.

Al primero en sucederle fue a Luis. Todos creyeron que había sido un accidente. Nadie sospechó de mis dibujos. La única que alguna vez se interesó en ellos, fue la profesora Bibiana. En clase de dibujo preguntó:

—¿Quién se los hizo, Susana?

Porque enjaulé varios en el cuaderno. Y allí estaban, agitados cuando ella los miró. Creí que me regañaría por dibujar algo distinto a la muestra que nos puso en el tablero, pero no lo hizo. Mi profe es comprensiva porque todo cuanto hacemos durante la clase le parece hermoso. Mis cuervos le gustaron, aunque se asustó un poco. Me felicitó y prometió comprar uno de mis dibujos.

—¡Son perfectos!

Repitió cuando volvió a pasar cerca de mi escritorio. Sonreí.

—El de esa rama, parece que respira.

Mi profesora lo descubrió y cerré el cuaderno, por prevención. Tal vez por eso, mamá me prohibió dibujarlos.

—¡Esos horribles cuervos traen mala suerte!

Pero no lo dijo antes. Ni siquiera cuando papá, borracho, mutilando mis muñecas perdió sus ojos en el accidente. Mis dibujos se comportaban cada día más reales y por eso decidí no volver a mostrárselos a ninguno. Los cuervos se atemonzan, aletean desesperados y tratan de emprender el vuelo cuando algún extraño los observa.

Su agitación sobre las hojas de los cuadernos sorprendía a mis compañeros y tenía que inventar disculpas para que no hicieran comentarios, y debía hablar en voz alta, casi gritar para que nadie sospechara, ni oyera ni viera nada. Una vez, el profesor de matemáticas preguntó quién chillaba como un pájaro. Daniela, mi amiga, cuando se los mostré durante el recreo, me previno:


—Susana, dibújelos en una jaula más grande y más gruesa.


Dijo que era por mi seguridad. Ella tiene dos guacamayas en su casa. No quise explicarle que eran mis cuervos, que con ellos nunca tendré problemas porque son mis dibujos. Y yo sé cómo los trazo y los alimento. Sé cómo los entreno. Nos reimos con Daniela y escondimos los cuadernos para que la profesora de religión no averiguara nada. Miraba desde un rincón del patio.

El tercero fue Ignacio. Perdió un solo ojo. Yo no lo dibujé y por eso no tengo remordimiento. Ese cuervo apareció allí, solito en uno de los nidos que dibuje días atrás. Era un guayacán en la orilla de Rio Verde: un guayacán amarillo. Los adoro, y a muchos de mis cuervos los dibujo ahí, negros renegridos entre amarillo reamarillo. Sobre las florecidas ramas de ese guayacán, dibujé varios.

El pequeño cuervo de Ignacio, se balanceaba en la más alta rama, mirando la montaña, junto a una estrella y una nube. Cuando se lo conté a la profesora Bibiana, ella me aclaró:

—¿No sabe, Susana, que también sus dibujos pueden tener hijos?

No volví a dibujar durante dos meses. Hasta cuando tía Inés trajo a mi prima Lorena y tuve que prestarle las muñecas. Dañó una porque le dije que no podía llevársela para su casa; que si quería, jugara con ella en la habitación, mientras yo dibujaba. Lorena siempre daíia mis muñecas y arranca las ilustraciones de mis libros. Se enojó y resoplando por la nariz le arrancó la cabeza. Trató de morderme cuando se la quité. En casa todos se rieron cuando me puse a llorar y tía Inés dijo a mamá señalándome:


—¡Qué hija tan egoísta tienes!


Esa noche le hice a uno el pico más largo que a los otros y, a la semana exacta, tía Inés se accidentó en su moto y perdió el ojo izquierdo. No le confesé a mamá que volví a dibujarlos, pero parece que sospechó algo porque, cuando le dieron la noticia, sin decir nada, revolvió los cajones de mi escritorio y encontró la libreta escondida en El libro de Nod. Estuvo largo rato mirándola, sin levantar la cabeza, pasando y repasando las hojas.


—Estás perfeccionando tu arte, Susana. Por fortuna no lo has olvidado.

—Mamá, ella rompió mi muñeca. Siempre que nos visita, rompe algo y me rasga los libros. Y tía Inés nada le dice.

Me disculpé porque mis cuervos no atacan a nadie si ninguno me molesta. Los peligrosos siempre los dibujo entre jaulas.

—No te preocupes, Susanita. Son coincidencias a las cuales estoy acostumbrada. Me besó en la mejilla.

—Puedes dibujar cuantos quieras y como quieras.

Mamá es comprensiva como mi profe Bibiana. Ella trabaja todos los días, desde cuando papá murió. Llegó triste a contármelo:

—Susana, me quedé sin trabajo. La amante de mi jefe es desde hoy su nueva secretaria.

Había llorado. Trajo un borrador y me lo entregó, recomendándome:

—Esas jaulas para tus cuervos ya no son necesarias...

Se durmió a mi lado, describiéndome uno por uno quiénes eran culpables de la pérdida de su trabajo. Anoté nombres, apellidos y sobre todo el color de los ojos. Por la mañana, al mostrarle el cuaderno en blanco, preguntó:

—¿Los borraste con jaula y todo?
—No mamá, se fueron solos cuando quedaron sin jaulas. Estaban hambreados, furiosos.
—Susana...
—Sí, mamá...
—Tenemos que irnos de este pueblo.
—¿Cuándo?
—Mañana.

He dibujado toda la tarde.


Pronto llegará mamá con sus cosas de la oficina. Ya no caben los cuervos en esta casa. Están impacientes y a ratos me asustan porque los dibujé más salvajes, con picos más agudos. Brotan por centenares de los cuadernos. Pronto abriré ventanas y puertas para que vayan donde deben ir. Cuando mamá llegue, nos iremos para siempre de este pueblo. Se pondrá contenta y no me reprochará por haberlos dibujado tan grandes. Estoy segura que no, porque voy a enseñarle a dibujar serpientes. Para la ciudad donde vamos, ella necesitará saber dibujar serpientes.